En Bayona bajo los porches

 

 

Estoy contemplando el lento transcurrir de las nubes mientras tomo a pequeños sorbos mi Pelforth sentado en la terraza  del Café du Palais . Espero a M. (M. no quiere que ponga su nombre, todo lo más su inicial) en una zona neutral, lejos de la rue Pannecau, en la que hemos pasado muchas horas juntos.

Llega M. y me dice que ha reservado una mesa en Le Chistera. Me levanto sin decir ni mu porque le veo algo contrariado y un poco envejecido y, en silencio, le sigo por detrás. Nos sentamos y yo pido una assiete de jambom de Bayonne y un confit de canard. M. se ríe y cabecea: «Siempre serás el mismo, de sota, caballo y rey». «Por supuesto». M. se exiló hace ya muchos años, cuando don Francisco Franco era generalísimo. Estudió medicina y se instaló con un colega en una oscura consulta  que pronto se convirtió en referencia irremediable para muchas compañeras que no querían ser todavía madres. Pasaron unos cuantos años. Ya en la cincuentena, se casó y adoptó una niña vietnamita. «Tiene quince años, pero me lleva un cuarto de metro».

Él, que fue un líder político, no quiere hablar de política, y menos de política española. En general, todo le parece demasiado repetitivo y decadente, hasta lo de las cuentas en Panamá. «Me basta con ayudar a mis pacientes a pasar el trago de la vida». Compruebo que su existencialismo de base se ha mantenido incólume. Luego me dice que de sus colegas de antaño tan solo ve a algunos en el trinquete del Jeu de Paume, pero que en cuanto comienzan a recordar aventuras comunes se abre porque le suenan a batallitas de abuelo cebolleta. Aun así, reconoce que algunas fueron muy buenas. Como aquella en la que se confundió de nombre al sacar uno de los tres pasaportes que llevaba encima y los gendarmes no se dieron ni cuenta (o sí, pero pasaron).

Cuando nos despedimos, me habla de otro M. De este sí puedo decir el nombre. Es Miguel Sánchez-Ostiz, novelista navarro, pero sobre todo novelista (y mejor diarista). «¿Has leído En Bayona bajo los porches?». «Por supuesto».

Abro el paquete que me ha dado antes de irse. Es una caja de chocolates de Daranatz, de los que devorábamos en nuestras interminables reuniones. Voy hacia el coche sintiendo que dejo a M. yendo hacia su consulta. Nunca le he visto vestido de bata blanca, pero me lo he imaginado muchas veces. Siempre, a pesar de su gesto adusto, sonriendo. Y yo también sonrío: me gusta estar de vez en cuando  con los viejos amigos.

A la búsqueda de…la tortilla perdida

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Esta mañana he dado varias vueltas por la Plaza Nueva de Bilbao intentando encontrar una simple tortilla de patatas. Y es  que cada vez resulta más difícil  pues lo que ya se nos ofrece es una base de tortilla española con multitud de añadidos espurios como jamón york, queso roquefort o a saber qué crustáceo despistado. Por lo visto, la patochada de los gastro-bares y de los concursos de master-chefs ha calado… y bien (de la inminencia y significación de este avatar ya nos previno en su momento el sociólogo Pierre Bourdieu en La Distinción-Crítica social del gusto).

Otrosí ocurre con el té, que de tanto haberse vuelto rojo o verde, ha dejado de ser el negro de siempre. Y del vino, mejor no hablar: cualquiera que no se tome (por lo menos) un crianza entre aspavientos benevolentes y palabreo metafísico pasa por un paleto total.

Tanta sutileza no deja de ser sorprendente. Parece como si quisiéramos ser posmodernos sin haber pasado por la modernidad y a ello se aplican bareros cool y restauradores iniciáticos (alabados sean sus a veces impronunciables nombres) dirigiendo su particular política de estímulo al consumo a base de sandeces gastronómicas ( ya sé que me paso , pero lo hago adrede).

Y como la burguesía de estos lares ha sido siempre corta-cortísima de miras (Manuel Tuñón de Lara dixit), haciendo más la cuenta de la vieja que la de resultados a medio plazo, la más pequeña juega a la clavada del guiri mientras pueda y le dejen (el otro día, 3 euros por una mini-botella de agua: ja, ja, ja).

O sea que, en realidad, estamos ante una nueva versión del expolio histórico en el orden gastronómico, que, para más inri y recochineo inculto se plantea como “una adaptación a los nuevos tiempos” ( Ya decía también el marxistón Jameson que cuando te hablen de modernizarte entiendas clavartela): estés donde estés no puedes utilizar un billete menor de diez euros para degustar esa única y última morcilla con yogur de fresa (natural, of course) que ha conseguido el primer premio en el concurso intercolegial de mini-cooking ( antes pintxos).

Bobos y bobas todos y todas, nadie dice que el rey está desnudo y, mientras tanto, la economía no se recuperará nunca, porque el dinerillo acumulado, la pasta ganada en el expolio gastronómico, es pan para hoy y hambre para mañana (esto sí lo sabemos desde la crisis de los Altos Hornos).

¡Ah bendita y sencilla (a fuer de mítica) tortilla de patatas!

Ocho apellidos… españoles ( con perdón)

 

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Algun@s colegas me han  pedido que  hable de la irrupción de Patxi en estas crónicas del ir y venir cotidiano.

Así que ahí va una de ellas – la única por cierto que a algunos bienpensantes les pareció tan  inadecuada e inoportuna que no la publicaron.

“Ocho apellidos vascos o por el Imperio hacia Dios”

He ido con Patxi a ver 8AV -LA PELICULA. La verdad es que me he dormido en varias ocasiones, pero Morfeo no me ha impedido notar los espasmos de jolgorio de la sala y los leves saltitos en el asiento de mi compañero de fila.

A la salida, siguiendo una antigua y periclitada costumbre, nos hemos acercado hasta la barra de un bar para comentar LA PELICULA.  Patxi estaba rojo rojísimo, y sus ojos casi se le salían de las órbitas. Se ha metido un lingotazo de ginebra y ha comenzado a mascullar una serie de palabras durante  varios minutos. Poco a poco he podido reconstruir lo que decía, que era algo así como “zafiedad  carpetovetónica”, “engendro sin guión”, y también “humor torpe y grueso”.

A la vista de estas rotundas afirmaciones, no era cuestión de hacer la típica pregunta políticamente correcta de “O sea, ¿qué no te ha gustado?” porque Patxi –continuémoslo llamándole así- es un director de cine con unos cuantos largos a sus espaldas, eso sí de escaso, por decir algo, éxito comercial.

La ginebra ha ido haciendo su efecto y Patxi se ha ido tranquilizando: “Y al parecer, ahora quieren hacer una segunda parte. Hay dos alternativas. Una  siguiendo la línea dramática, tirando de la historia de amor y sexo de la viuda del guardia civil y el arrantzale irredento (¡apasionante!), y la otra, la que  tocaba, pasando de la variante Euskadi-Andalucía a la de Cataluña- Extremadura…”

Yo no he podido sino reírme por lo bajini. Sí,  las combinaciones pueden dar para unas cuantas PELICULAS si se van alternando autonomías (llamémoslas así para evitar incordios). Sería divertido y además  recogeríamos  una de las tradiciones franquistas más coloristas, la de los Coros y Danzas de Educación y Descanso (¿sabrán  nuestros jóvenes que era eso? Pues nada, que miren en la Wikipedia); aquellas peregrinaciones por  las tierras de España mostrando los viriles bailes vascos, los rumorosos cánticos gallegos,  la alegría pertinaz de lo andaluces o  las interminables y dignísimas sardanas catalanas. Una vez más ¡la unidad de las tierras y los hombres de España! Y al cabo, ¿por qué no?, POR EL IMPERIO HACIA DIOS…

“Ves”, me dice Patxi, adivinando  mis delirios, “y además reaccionaria hasta la médula”.

Pues no sé. Lo que si sé es que, desde nuestras experiencias infantiles en el patio del colegio, ya sabemos que  dar de hostias al más pequeño y quitarle el bocata es lo más fácil. Pero… ¡A ver quien se atreve con el Matón sin tener detrás  al Primo de Zumosol!

Porque hay que tener un par (de huevos o de tetas, no seamos sexistas)  para hacer un OCHO APELLIDOS ESPAÑOLES LA PELÍCULA y que te salgan  bien las cuentas.

“Así que, Lázaro, ¡levántate y anda!”

“¿Qué has dicho?” me pregunta Patxi

“¿Yo? Nada. Me ha quedado sin palabras.”

Encuentro en Grote Markt

 

 

Estoy tomando una Chimay en Le Roy D´Espagne mientras recuerdo a Mario Onaindía- Grand Placen elkartuko gara – que de ser uno de los malos de la película en el juicio de Burgos – menores de cuarenta, recurran a la wikipedia- tras su fase post-militar se convirtió en el senador (del PSOE) más votado de la historia. Sobre Oniaindia escuché en su momento- ¡Ah Congreso perdido en el tiempo!- y acerca de su prodigiosa habilidad de seducción, una de las frases más ingeniosas que no originales que en el mundo han sido: “No es chamán porque cura sino que cura porque es chamán”. Pero Onaindia era, sobre todo, un animal político (en el sentido contemporáneo que no aristotélico), a fuer de literato justito y ensayista enciclopédico.

Pero en fin, viene Mikael- que a esta plaza le llama, por cierto, Grote Markt- y me trae novedades y se trae una señora estupenda- Thaïs -de esas que tanto le gustaban a José Luis de Vilallonga. Mikael estuvo militando en el Meervoud durante muchos años, pensando que podría reconducir el nacionalismo flamenco desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda y, dada su edad – ya ha cumplido la sesentena- resulta bastante comprensible. En la actualidad ya tan sólo es, según dice, un “nacionalista cultural” al que le basta con hablar en lo que llama directamente “neerlandés”.

Por otro lado, no ceja en su empeño de escribir lo que denomina “la novela definitiva” sobre su (mi) generación, una generación alimentada de judeocristianismo basal, marxismo escolar, izquierdismo polimorfo y cierto voluntarismo para-nacionalista. Ha hecho ya varios intentos (muchos), pero la cuestión sigue pendiente. “No sé”, confiesa,” quizá pesen los muertos, mis muertos. Y cierto deseo de decir de ellos como comenta Roland Barthes”. “Pero los muertos suelen pesar como culpa” le digo yo. Mikael asiente bajando la mirada y Thaïs le toma de la mano con ternura. “Pues sí”, reacciona al cabo, “esa culpa es una culpa por no haber muerto a tiempo, en los buenos momentos, cuando la utopía todavía continuaba vigente…y tener que haber visto cómo estudiantes maoístas y mecánicos trotskistas se convertían en empresarios adinerados…Y tener que haber aceptado que aquello que defendíamos era algo imposible estratégicamente y que obedecía más a un instinto táctico cruelmente dirigido por fuerzas ajenas a nosotros mismos pero que sabían muy bien qué hacían…”

“Ya” respondo yo por todo comentario. Y me acuerdo otra vez de Onaindía (él sí que se murió a tiempo) y me pido otra Chimay. Mikael y Thaïs se suman y brindamos…por nosotros mismos, tan vivos como supervivientes. “Sapias vina liques” que decían los clásicos (que desgraciadamente no conocían esta maravillosa cerveza).

Conversación tras la Catedral

 

 

(Para que A. tenga algo con lo que sonreír una mañana de estas)

Kepa (Pedrito para los amigos de la infancia), antiguo invasor de países y señoras, está ahora sentado frente a mí en una silla de ruedas. En la última media maratón se le torció la rodilla izquierda y al dolor físico (inexpresable) se la ha sumado un dolor moral muy expresado e irredento: “Pero si yo sólo quería bajar un par de décimas…”. “A tu edad no deberías pensar en mejorar tu record sino en mantenerlo”, tercia la Trini, última y definitiva de sus conquistas.

Tenía Kepa un arma perfecta para  hacer efectivos sus despliegues estratégicos y era el humor, algo que  por entonces traía de calle a las chicas de nuestra generación (no sé si a las de  hoy en día también) sin importar mucho lo guapo o lo macizo que se estuviera (no hay más que ver a Clint Eastwood en sus películas de los setenta. Sus bromas y comentarios eran antológicos e incluso tenía un registro rayano en el humor negro sólo participable en el colectivo masculino, y secreto para el femenino pues podía constituir un fracaso en el aprovechamiento del éxito (en términos militares). Como aquella vez que nos contó que, en despertándose súbitamente  en medio de la noche, estuvo cerca de un cuarto de hora intentando poner un nombre a la sujeta cuyo pecho tenía sujeto en la mano sin sujetador. Aquellos eran otros tiempos, tiempos de La función del orgasmo  de Wilhelm Reich y de las Técnicas sexuales modernas de Robert Street.

Tiempos en los que,   en clase de gimnasia, se corría  en  pantalón corto azul y bambas y no como en estos tiempos en los que ya es difícil distinguir  a un corredor ( runner ) de un  hombre-rana  con pinganillo ,miembro de algún cuerpo especial a punto de invadir…una playa.

Kepa apura su café – está muy bueno este del Negresco en la Plaza Nueva – y se repantiga en su fabulosa (  lo digo por los botones  de colores) silla de ruedas. Para mí que está pensando en presentarse a los Juegos Paralímpicos.

(Retórica de ) la fotografía

 

(Imagen publicada y retocada para su libro ‘Monzón’, donde se han suprimido a dos personas y varios elementos. STEVE McCURRY)

-.-

Anda el personal cultureta muy indignado  tras descubrirse que el célebre fotógrafo Steve McCurry manipulaba sus fotografías con Photoshop. La indignación debe provenir de una última frustración, la frustración de haber perdió la fe en el último medio  en el que creían que se podía copiar la realidad como en el famoso espejo  trotamundos de Stendhal.

Pues en efecto, a la fotografía se le otorgó, desde el momento de su aparición, la misión de ser testigo de lo real, desatando dos curiosas consecuencias. La primera extendiendo la cualidad de  lo fotográfico a todo tipo de representación supuestamente no mediada; y la segunda,   contribuyendo al desarrollo de las vanguardias pictóricas que ya no querían pintar lo real.

Nadie se acordó entonces, ni después,  imbuidos todos de una realismo  hipnótico, de que la fotografía también tenía (debía  tener), si quería ser un arte,  su propia retórica y que  esta retórica no dudaría en utilizar todos los recursos que la técnica pusiera a su disposición para conseguir mejor su efecto. Y todos los recursos posibles se utilizaron con la fotografía analógica y ahora  se utilizan con la digital (incluido, por supuesto Photoshop.

Así que la indignación es  más bien fruto de la incultura y la  inocencia  como suele ocurrir en la mayoría de las indignaciones demasiado rápidas.

Con El Fepe en la Plaza de la Consti (tución)

 

Da un poco de cosa quedar en una plaza que se llama “de la Constitución” en una ciudad que es la capital del territorio menos constitucionalista de la “pell del brau” y que se permite incluso proclamarlo no sólo en sucesivas manifestaciones y pancartas más o menos festivas, sino incluso en placas incrustadas en egregios edificios.

Pero, como todas las plazas, esta también resulta acogedora en invierno y en verano, bajo los porches ruidosos o entre las terrazas alegres y dicharacheras.

Estamos a finales de mayo y me he refugiado con El Fepe bajo una sombrilla que en estos momentos hace las veces de gran paraguas amarillo. El Fepe en realidad se llama José, pero lo de Fepe, que es un nombre de guerra, le viene de cuando acudía a las reuniones representando al FLP o Frente de Liberación Popular (Felipe). Pues bien, del Felipe, con melenas y barba profética, se pasó a la ORT, y de la ORT, ya con bigote nietzscheano y encabezando una facción abertzale, a HASI. Desde entonces se ha ido convirtiendo en un calvoreta de Herri Batasuna y de los sucesivos apelativos que en tal mundo han sido.

Supongo que esta sopa de siglas resultará enigmática, esotérica o simplemente curiosa para la mayoría de quienes no conocieron a don Francisco Franco ejerciendo como “enano saltarín de El Pardo”; es más, sería capaz de dar un premio gordo a quien me ubicara LAIA-EZ-EZ en su espacio y tiempo.

Ríe El Fepe de la pregunta que sabría responder perfectamente mientras se zampa de golpe un pintxo de diseño –“¡Vaya mariconada eso del Basque Culinary Center!”–. Luego me recuerda la respuesta que le dio en su momento Xabier Arzallus a Herrero de Miñón (proto-vasco españolista) cuando este le preguntó: “Pero, bueno, Xabier, vosotros… ¿qué queréis?”, “Pues qué va a ser, Miguel, ¡qué va a ser!”, le respondió.

Calla El Fepe como arrebatado por la dimensión metafísica y mistérica de aquella respuesta y yo aprovecho para terminarme el txakoli de Getaria que quedaba en mi vaso –soy más del vizcaíno, seco y contundente–.

La conversación se reinicia tras una larga pausa de ensimismamiento y torna a lugares más físicos y empíricos. Hay, dice El Fepe, novedades en el frente de bares y restaurantes, pero prefiere que vayamos a comer a nuestro Oquendo y luego a tomar café al Basque. Hay cosas que no cambian y que no deben cambiar. Y nosotros, ya muy bebidos, muy fumados y (con perdón) muy esfoliados, debemos recurrir a esa oralidad vasca primigenia, tan consoladora y gratificante.

Tomando una cerveza en Merrion Square ( Dublín)

 

Ken Macintosh es un hombretón pelirrojo que pesará unos ciento veinte kilos. Nacido en Irlanda (aunque de ascendencia escocesa) es profesor del Institute for Biographical Research (I4BR) al que he venido  como invitado para participar en un curso sobre la literatura autobiográfica.

Ken ha acudido este mediodía a buscarme al aeropuerto de Collinstown y, tras los saludos de rigor, me ha encaminado hasta esta plaza rodeada de edificios de ladrillo rojo georgiano en la que, para no desentonar, estamos dando cuenta de sendas Guinness bien sobraditas.

Le he traído, para hacer los honores,  la última edición (por ahora) de los “Diarios” de Jaime Gil de Biedma. Al principio se ha extrañado del grosor del volumen (que por otro lado ha cogido con una mano como si fuera una pluma) acostumbrado, como estaba,  a una sucesión  interminable de escuetos textos expurgados. Luego ha abierto el libro por una página cualquiera y me ha mostrado unas anotaciones de la época  en la que el eximio poeta de la gauche divine barcelonita escribió “Moralidades”. “Pues vaya”, ha dicho en un perfecto castellano sin diptongos añadidos, “así escribe una diario cualquiera, hay muchas notas del tipo << el vecino del quinto me ha invitado a ir a comprar con él unos nabos, pero yo he declinado>>”.  “Bueno, la primera parte, la original, sigue siendo muy interesante” le he reprochado en un pronto  ibérico. Y nos hemos reído (sanamente, que decían los antiguos)

“Desde luego, como dice tu colega Xavier Pla”, ha continuado, “no hay género más equívoco que este de los diarios, pues a la pretensión de sinceridad se suma la negación de la composición aristotélica”.

He cabeceado. Sí, lo cierto es que Ken tiene toda la razón y aquí no hay pacto autobiográfico que valga (¡Ay Philippe Lejeune!), pues la mayor parte de los diarios publicados,  sobre todo por escritores, no cumplen con aquellas  supuestas finalidades que les atribuyera Roland Barthes en su célebre “Deliberación”, sino que son puros y duros ajustes de cuentas  consigo mismos y con los demás para intentar remediar en lo discursivo los dislates de lo vivido. ¡Como si la palabra pudiera  enmendar los sucedidos! Como también decía Barthes, “lo peor de la franqueza es que, en general, es una puerta abierta, y muy abierta, hacia la necedad”. Antes, por lo menos, estas sublimaciones logofrénicas no se arrogaban sinceridad esencial alguna y adoptaban, cuanto menos, fórmulas literarias aceptables del tipo “Yo te untaré mis versos con tocino, porque no me los muerdas, Gongorilla…”.Pero, en fin estos son otros tiempos, realistas desde el siglo XIX y, acaso, hoy ya hiperrealistas pasados por el surrealismo.

Ken continúa leyendo  más páginas del libro y continúa sonriendo. ”Y, como poeta, ¿qué tal era este Gil de Biedma?” – me pregunta mientras atenaza su pinta de cerveza.  Y yo le respondo “Bueno, ¿me llevarás a ver el Dead Zoo del Museo de Historia Natural o no?” – más que nada porque si no preveo una tarde interminable de jarras de cerveza y compulsivas visitas al excusado.

Virtualidades de la ficción ( Sobre Gomorra-la serie)

 

 

Mientras desayuno sin prisa leo en un periódico que el éxito de la serie Gomorra, basado en la obra que Roberto Saviano escribió sobre la Camorra, está teniendo un sorprendente efecto.

Al parecer, tras exhibirse con mucho éxito en las televisiones de un centenar de países, ha impulsado a varios miles de jóvenes napolitanos a ingresar en la organización mafiosa tomando como referencia los modos y maneras que aparecen en los diferentes episodios de la serie.

Aquí el pretendido efecto catártico aristotélico, que debería haber golpeado la sensibilidad ante la extorsión y el crimen encaminándola hacia la reflexión, parece haber sido sustituido por el idealismo platónico en la medida en que ha operado como código último de referencia para la acción, generando camorristas- «gomorristas» los llama la policía- donde antes no los había.

Algo así como, si viendo en su momento como le aplicaban la “bota malaya” a Clark Gable en la famosa película Mares del Sur (Tay Garnett, 1935), en vez de horrorizarnos y condenar abiertamente la tortura, se nos ocurriera fabricar una en casa y ponérsela a nuestro mejor amigo para ver qué pasaba.

Pero claro, 1935 no es 2016. Entonces era posible distinguir bastante bien entre lo que se entendía como ficción y lo que pudiera ser la realidad, algo que ahora no está ya tan claro a la vista de las indistinciones sucesivas que ha generado la virtualización acrítica de nuestras vidas,al albur de tantas grandes y pequeñas pantallas, algo que deberían tener en cuenta quienes pergeñan todas las series que hoy en día se ofrecen en cascada pay-per-view. Pues, como en el caso de Gomorra, en vez de una mera puesta en escena   de secuencias a cuál más cruel y retorcida, acaso están ofreciendo modelos de acción para unas cuantas mentes intonsas fabricadas ad hoc tras sucesivos planes (fallidos) de reforma escolar.

En fin, levanto la mirada al cielo, y el olor a café me transporta hasta el centro de Nápoles, hasta la terraza del Gambrinus frente al Teatro San Carlo. Y suspiro.

UNA CULTURA PROSTIBULARIA (sobre «El gran hartazgo cultural» de Alain Brossat)

 

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UNA CULTURA PROSTIBULARIA (sobre El gran hartazgo cultural de Alain Brossat)

La editorial DADO ha comenzado su andadura con la publicación del libro titulado El gran hartazgo cultural de Alain Brossat.

Brossat, profesor de filosofía política de la Universidad Paris VIII-Saint-Denis, repunta en esta inteligente y en ocasiones divertida obra una y otra vez la misma verdad de fondo, la misma tesis: La Cultura (así con mayúsculas) se ha convertido en nuestras sociedades post-modernas en un permanente acto de conciliación, sustituyendo a La Política (también con mayúsculas) y trasladando de la una a la otra las funciones tradicionales, amparadas todas por su código genético religioso-trascendente.

De esta manera allí donde debía haber debate y acuerdo para la acción, una conciliación construida (La Política), hay siempre últimas revueltas y por ello penosa inacción o acción inútil por inutilizada. Y dónde debía haber discrepancia sistemática y hasta sistémica (La Cultura), florecen todos los recursos multiculturales de la unidad de destino en lo universal disfraza de pacífica globalización.

La Cultura, en este contexto, debe, por lo tanto, mostrarse siempre agradable y seductora, dispuesta a todo por mor de la complacencia, convertirse en la fulana que da a cada uno y a cada una el placer o el vicio que necesita en aras de la particular satisfacción.

Ahora bien, en opinión de Brossat, esta fulana es de alto standing, o sea cara, muy cara, y en ocasiones su precio ya es muy alto tan sólo por exhibirse, por entrar en el catálogo de las grandes estrellas para las grandes celebraciones. Por ello mayormente sólo puede ser pagada por El Estado (también con mayúsculas) en sus varias acepciones jerárquicas (desde la ONU hasta el municipio) o por los mandamases de las Grandes Empresas (otro sí) en competencia con Los Estados, siempre que no sean accidentes de la misma sustancia.

Todo este lúcido despliegue crítico que incomodará a los acomodados hegelianos conscientes o inconscientes, partidarios de buenismos varios, finaliza con un sabroso diálogo del autor con su traductor al castellano, David J. Domínguez, en espléndida réplica al oportuno Prólogo para esta edición con que se abre la obra.