Nunca me ha gustado trabajar, pero tampoco la molicie ha generado en mí, el sádico placer de disfrutar viendo trabajar a los demás, si por trabajo entendemos aquello que se hace por dinero, forzado, o debido a la necesidad. Mas, no fue hasta cierto día siendo todavía bachiller, teniendo noticia de que la célebre obra de Paul Lafargue “ El derecho a la pereza” hallábase a pocos metros de dónde me encontraba, sintiera un irrefrenable impulso de adquirirla y leerla allí mismo, junto a la chimenea de la histórica librería Irrintzi de Estella, que mi natural inclinación a la vagancia, encontrara la necesaria justificación teórica para evitar los conocidos remordimientos de una conciencia que, aún recelosa, sucumbió a la mala educación abocada a la producción. De ahí que, textos como el mencionado o el del genial pintor K. Malévich sobre el mismo tema de la pereza, cuenten con toda mi admiración por apostar abiertamente por decisiones personales encaminadas a dejar de trabajar, sin que su acción repercuta en el resto de la sociedad, o se desplace a terceros, porque en dicho caso, flaco favor haríamos a la innovación antropológica, cuando son milenarias las instituciones del el servilismo y la esclavitud. Por ello, no termina de convencerme, el reciente planteamiento desenfadado de Timothy Ferriss en “La semana laboral de 4 horas” pese a contar con elementos interesantes cara a la viabilidad de un proyecto destinado a alcanzar la noble meta del “Pleno Desempleo” pues al final, es fácil adivinar lo que sucede.
Tener las cosas claras a tan temprana edad, sirvió para que mi Espíritu no se desviara en momentos de tribulación; hasta hace poco, me sentía dichoso de pertenecer, a la denominada “Clase Ociosa” aunque no todo lo que yo hubiera deseado. Y digo hasta hace poco, porque acabo de enterarme gracias a un estudio publicado por Bernard Campbell “Ecología Humana”, que hay un pueblo en Tanzania, cerca del Lago Eyasi, los Hadza, que todavía viven como en la Edad de Piedra: sin coches, trenes de alta velocidad, carreteras o autopistas, carecen de teléfono, radio, televisión e Internet, no conocen el dinero, los cheques, ni lo que es un banco, nunca han comido en un Mal Comas, ni bebido Coca Trola, no saben lo que es la democracia o para que sirve un partido político, no tienen ejército para defenderse de sus potenciales enemigos, tampoco poseen policía para castigar a los delincuentes, y no cuentan con espías o agentes secretos…que se sepa, desconocen lo que es la cárcel, colegios, guarderías, asilos y manicomios… Pero lo peor, es que, no precisan trabajar más de dos horas diarias para procurarse cuanto necesitan de vestido, cobijo y alimento. Antropólogos como M. Harris y compañía, ya amenazaban mi placentero estado de ánimo acortando peligrosamente el tiempo que las sociedades primitivas dedicaban, cuando entonces, a labores de subsistencia, estimándolo entre cinco y seis horas diarias, muy por debajo de la actual jornada laboral, pero al menos, todavía doblaba mi privilegiada posición -creía yo- en la confianza de que su modo de vida se hubiera extinguido con el desarrollo de las vías de comunicación y el advenimiento de la tecnología. Este conocimiento, lejos de reconfortarme por proporcionar, lo que los entendidos denominan un fósil viviente al aparato ideológico que mantenía mi convicción de estar en el sendero correcto de la felicidad, me ha sumido en una profunda depresión existencial, muy superior al desasosiego que ustedes puedan sentir por la crisis económica, pues a fin de cuentas, esta última es cíclica, en cambio la mía, tiene todos los visos de extenderse hasta la eternidad, de no ser que, hagamos algo por llevarles la civilización, la industrialización, el libre mercado, la competencia, las elecciones, la electricidad, el gusto desenfrenado por adquirir productos caducos de consumo, endeudarse con tarjetas de crédito, meterse en hipotecas y experimentar terribles ganas de trabajar para sufragar todo el lujo que les garantice una vida llena de estrés y contradicciones como la nuestra, porque de lo contrario, no soportaré no poder vivir como ellos.