No hay guerra, por cruenta que esta sea, que no ensanche el conocimiento lingüístico-geográfico de los ciudadanos ávidos de noticias frescas con las que alimentar la sensación de vivir en lo que Leibniz denominara “el mejor de los mundos posibles” Cada conflicto realiza su mefistófelesico tributo al Fausto que todos llevamos dentro y así como con Irak aprendimos a situar Basora en el mapa o a comprender cómo el ejército invadido pasaba a ser insurgente, mientras el invasor resultaba ser humanitario, así como en Afganistán supimos de la existencia de Peshawar y a entender como acto terrorista cualquier tipo de resistencia…la guerra de Libia, además de permitirnos aprender todas sus capitales de memoria en el croquis del Tontodiario, nos está capacitando para contemplar cualquier estampida humana del horror de una guerra, como si se tratara de un proceso migratorio, de modo que, aquellos a cuantos hace menos de una década les hubiéramos dado el honorable rango de refugiados que llamaba a la solidaridad y la compasión de la entera sociedad, ahora han sido degradados a la despectiva condición de emigrantes, con todo lo que ello supone de segregación, persecución y vergüenza en nuestro imaginario colectivo que hace tiempo ha aceptado su intrínseca culpabilidad.
Desde esta perversa perspectiva, no sorprende nada que las tropas de la OTAN o las de los países miembros de la UE, como las españolas, tan ocupadas como están de crucero por el Mediterráneo haciendo turismo invadiendo un país como proponían los Celtas cortos, no hayan asistido en alta mar a esa pandilla de náufragos dejándoles morir de hambre y sed abandonándos a la deriva en las aguas mejor vigiladas del mundo, pues no es otro el tratamiento que les dispensamos durante el resto del año, a quienes vienen en patera desde Mauritania o Marruecos, como bien lo atestiguan esos cadáveres que espantan, cada vez menos – todo hay que decirlo – a nuestros apreciados turistas acostumbrados como están a verles fiambre por la televisión, todo un derroche de humanidad por nuestra parte, cuando de salvarles en aguas internacionales, podríamos procesarles, como se hace con las merluzas en los buques factoría y aprovechar sus órganos para el mercado de transplantes.
Este nada inocente deslizamiento premeditado perpetrado por los medios de desinformación con el que se nos presenta a miles de personas huyendo despavoridas de nuestras bombas, sean arrojadas por los rebeldes, por la OTAN o por Gadafí, dado que todo el armamento está manufacturado por nuestra industria alegremente sufragada con nuestros impuestos bajo el paraguas eufemístico I+D+i, al principio me indignó lo suficiente como para que me arrancase a escribir estas líneas acordándome de lo que me advirtiera hace más de dos décadas un compañero keniata en la residencia de estudiantes de que, algún día, nos alcanzaría todo el daño que estamos causando en el mundo, quien sabe si en forma de Ébola ¡Con ganas de que así suceda! que no otra cosa merecemos…Pero entonces, recapacité dándome cuenta de que ¡efectivamente! todo refugiado es un emigrante; Y pensaba continuar con la socorrida inversa negativa diciendo, pero no todo emigrante es un refugiado, cuando ¡Tate! ¡Descubrimiento mental! Resulta que ¡sí! que sí son todos refugiados, al menos los que vienen a trabajar como esclavos empujados por la miseria, el hambre, la enfermedad y la guerra, que nadie abandona su hogar, así como así por las buenas, dejando atrás a hijos, padres, familia, amigos, vecinos y el lugar en el que se ha crecido, sin haber una buena causa para ello. ¡Por algo se le denomina efecto migratorio! Lo que ocurre es que, como en el caso de los libios, a quienes nada nos conviene reconocerles como refugiados de guerra, a los emigrantes que aquí perseguimos, encarcelamos, expulsamos y damos continuas palizas, no nos sale a cuenta reconocerles como refugiados económicos.