Como churumbeles a quienes los Reyes Magos traen carbón por portarse mal durante el año, nuestros mandatarios, nos despachan discursos navideños a modo de represalia por las continuas protestas públicas y privadas con las que los ciudadanos les amargamos el omnímodo ejercicio de su Poder en calles y plazas, pues es deseo del gobernante que sus órdenes sean, además de acatadas racionalmente sin chistar por la cuenta que nos trae, aceptadas de corazón como las más buenas, justas, honestas, adecuadas e inteligentes a tomar en nuestro nombre y por nuestro bien. De otro modo, no me explico la reedición anual de una de las peores tradiciones que conozco.
Empezando por los del Jefe del Estado y continuando con los de los distintos Presidentes central y autonómicos, los discursos navideños son una despótica imposición en la programación de los entes públicos a la audiencia bajo el inocente formato institucional de “Felicitación” en un momento propicio para colarnos su propaganda por hallarse la Conciencia inmersa en ese espíritu de “Paz y Amor” que la incapacita para resistir la agresión, pues no cabe catalogar mas que de “agresión” cuanto acontece cada vez que uno de estos sujetos aparece por la pantalla en la intimidad de nuestras casas en tiempo tan entrañable. Lo valiente por su parte sería realizar dicha acometida moral contra la ciudadanía en fechas más neutras dándole al ciudadano alguna opción de defenderse, aunque finalmente acabe abrazando a sus verdugos como queda evidenciado elección tras elección, si bien, en estos casos, los impostores precisan de montar toda una campaña electoral empleándose a fondo en mítines para obtener idéntico fin, a saber: mantenernos engañados, pese a quedar como mentirosos.
Cuesta entender como la Santa Madre Iglesia, tan denostada por la casta parasitaria cada vez que un Obispo se pronuncia libremente, con razón o sin ella, sobre los distintos problemas que afectan a la sociedad de la que forma parte, acusándola de intromisión religiosa en asuntos políticos, calla cómplice, en caso tan clamoroso contra su dignidad, pues fácil reproche tiene a su alcance tildando los discursos navideños de flagrante allanamiento moral de la política en la vida espiritual de los creyentes y en la emocional de todo ciudadano por ateo que este se declare, dado que, siendo fiestas que pese a su innegable origen pagano, poseen cierto carácter sagrado en el calendario desde hace milenios, debería esperarse del gobernante que concediera una tregua al Pueblo durante este periodo para que la pobre gente disfrutara de los suyos entre villancicos, regalos y turrones, un fugaz paréntesis de felicidad, esperanza y buenos deseos, inhibida de la espada de Damocles que le acecha, del yugo que lo somete, sin que se les recuerde quien manda en sus cochinas vidas, sin ser ninguno de ellos digno heredero de Pericles, cosa que lamentablemente no sucede.
Qué habremos de afirmar entonces de los programas y periodistas que cual secuela se prestan a dignificar con su opinión – paradoja a la que no escapan estas líneas – palabras que no merecen ningún aprecio, salvo para los aduladores de siempre cuyo desprestigio es bien conocido por el respetable. Porque, es evidente, que los discursos navideños, vengan de donde vengan, muestran todos un perfil intelectual muy bajo, rozando lo ramplón al extremo que adjetivarlo de pueril, quedaría excesivo, sin el menor interés científico, cultural o filosófico, seguramente por estar redactados para un público de condición plebeya, vasalla, lacaya, esbirra, sumisa y cortesana, predispuesto a la pronta ovación como a la genuflexión para rendir pleitesía; y que tampoco son una buena opción de ocio como bien atestiguan las grandes editoriales que por generosas que se muestren pagando ingentes cantidades por las ruinosas memorias de estos mismos personajes, todavía no se han atrevido a publicar sus discursos navideños, siquiera en edición de bolsillo, porque en este caso, a buen seguro, sería a costa del suyo, dado que su contenido, sea en versión oral o escrita, es tórrido, bostezante, aburrido, somnoliento tanto como para dormir a un elefante y a sus propias Señorías.