A falta de otro ejercicio entre mi casa, la Biblioteca, el aula y la partida de Ajedrez, me tomo la condición de peatón muy en serio. Sé que la misma es de rango inferior a la del automovilista para quien nuestras instituciones otorgan toda clase de privilegios como poder contaminar a todas horas, hacer ruido por donde pasa, disponer de espacio asfaltado urbano para su tránsito en relación 30/1 respecto al dedicado al transeúnte, por no hablar de la distancia que media entre los metros cuadrados reservados para su estacionamiento con los dedicados a parques para el esparcimiento de los niños, mayor vigilancia policial para su seguridad, y un larguísimo etcétera que padecemos como si de un Pacto Social Rousseauniano se tratara.
Seguramente, en afianzar esta última impresión han trabajado los psicólogos sociales para proporcionarnos esa necesaria dócil conducta con la que sobrellevar la perenne injusticia por medio de ciertos guiños icónicos como el muñequito de los semáforos o el denominado “Paso de peatones” persuadiéndonos de que todo el tinglado está montado a nuestro servicio. Pero que nadie se engañe: Los semáforos, nacieron para respetarse entre los conductores y la expresión “Paso de Peatones” se entiende mejor en boca de quien conduce.
Sea como fuere, los peatones hemos asumido nuestra inferior categoría civil, yo, hasta me aparto cuando veo una correcaminos andina empujando un carrito de bebé, con tracción a las cuatro ruedas. Nos conformamos con pequeñas aceras donde desde la infancia aprendemos lo pequeño que es el mundo y cuánta razón llevaba Malthus. Pero, todo tiene un límite…¿Es mucho pedir que la vía dedicada al tránsito del ganado humano, sino grande, continuo, adornado, perfumado y alfombrado, al menos lo esté bien enlosado?
Comprendo, acepto y comparto las explicaciones ofrecidas desde las Instituciones cuando el fenómeno afecta a los suburbios, periferias, zonas deprimidas y marginales donde viven las Clases prescindibles a las que no merece la pena llegue la inversión de nuestros impuestos, mas, ¿Cómo explicar tan lamentable circunsatancia en el centro neurálgico de nuestras ciudades que como sucede en mi natal Castro Urdiales, afecta al mejor escaparate promocional de su actividad turística y social?
Vaya a donde vaya, Zaragoza, Pamplona, Vitoria, Bilbao, Santander, Madrid, Valladolid…me veo en la necesidad de conducir mis pasos con el mismo tiento que el empleado por Indiana Jones en “La última Cruzada” para averiguar el camino correcto dando saltos entre un enlosado cuya secuencia escribía el nombre de dios, por si no fuera poco el esfuerzo de no pisar una mina de esas que da suerte.
Durante mucho tiempo, descartada la posibilidad de que en mi ayuda acudieran el Genio Maligno de Descartes o el de Maxwell, quienes por las noches se divirtieran haciendo añicos los azulejos de nuestras calles, buscando qué podían tener en común tantos municipios afectados, primero le eché la culpa a los fabricantes de baldosas. Pero dicha hipótesis resistió poco, pues los ejemplares utilizados no siempre eran los mismos y pronto reparé en que las que se rompían, compartían más el factor de su localización que las características de su fábrica.
¡Efectivamente! La gran mayoría de las baldosas trampa que tenemos en nuestras urbes – las de la periferia están rotas por no repararse en décadas – aparecen por generación espontánea en las zonas más transitadas. Meditabundo sobre la posible repercusión de la creciente obesidad entre la población, no tardé en echarle toda la culpa a la omnipresente Coca Cola, la cual, con sus camiones de reparto entrando por todos lados en todas nuestras ciudades para llegar a todos los bares y supermercados, seguramente era la causante de tan magno desastre con el que no ha podido ni el famoso Plan E zapateril. Empero, no es necesario estudiar alquimia para caer en la cuenta de que los gases son ligeros y siendo el zumo de los pobres agua, azúcar, veneno y aire, poca responsabilidad podía tener en el asunto.
Mientras por mi mente desfilan despreocupados, Heráclito, Platón, San Agustín y toda esa pandilla, mis peripatéticos pasos han de vérselas diariamente con esta dificultad terrenal en el camino del andar, cosa que no me ha permitido en años pasear tranquilo, ni evadirme del problema que tengo bajo los pies, si es que no deseo financiar yo sólo a la lavandería donde llevo los trajes. Por esta razón, reparé en la actitud con qué se abordaba el problema por parte de los ayuntamientos. ¡Y tate! Ellos eran los primeros en estar preocupados e interesados en darle solución, pues reciben continuas quejas de comerciantes, hosteleros, vecinos, y sin embargo, han desistido en reponer el material roto, porque no pasa una semana que donde había una baldosa rota, esta es sustituida por otra baldosa rota y ciertamente no ganamos para su mantenimiento.
Hace unas semanas, mientras leía los periódicos en La Pérgola, escuché al Alcalde de Castro comentar por radio su preocupación personal sobre el tema. Y de estas serendipias que acontecen, según salía del establecimiento dispuesto a escribir un artículo prometiéndole mi voto de conseguir, no ya toda la acera libre de baldosas rotas, sino un simple corredor como el que pone la Cruz roja en los conflictos para la evacuación humanitaria, por donde poder caminar sin miedo a torceduras de tobillo ni salpicaduras de barro, a toda velocidad subió a la acera un furgón blindado de esos de Prosegur para dar servicio a los dos bancos que hay por las inmediaciones. Todos nos quedamos mirando por el despliegue y en eso escuché un anónimo comentario: “¡Estos son los responsables de que se rompan las baldosas!”.
Esta gran verdad, fruto de la sana observación, es la que desde esta noble tribuna le comunico tal cual me ha llegado, al Alcalde de Castro Urdiales y a todos los Alcaldes cuyas localidades se vean afectadas por este fenómeno, para que pongan pronto remedio y que los responsables paguen los daños ocasionados. Claro que ¡Con la Banca hemos topado!