Desde siempre, la economía del lenguaje ha buscado el modo de atrapar las distintas realidades del modo más sencillo posible. Por ello, cuando le ha sido posible, ha evitado crear un nuevo vocablo, si el correlato designado no difería en lo sustancial respecto a cualquier objeto ya relacionado con un término conocido, póngase por caso, la magnitud del tamaño, el peso, la altura o lingüísticamente hablando, aspectos adverbiales o adjetivales. Así, diminutivos, aumentativos y superlativos, entre otros, ayudan al hablante a distinguir entre un cochecito y un cochazo. Esto ha sido así, mientras el mundo al que hacía referencia el leguaje era, por decirlo de alguna manera, un entorno observable, bien directamente a través de los sentidos, bien mediado por instrumentos rudimentarios que todavía requerían De su participación para acceder a los detalles macroscópicos o microscópicos de referencia.
Antes de proseguir, hemos de reparar en que, todo saber filosófico, científico, religioso, artístico…no sólo bebe pasivamente del acervo común de las personas que los cultivan, sino que en ocasiones aporta al caudal comunicativo voces propias de su jerga que, con el tiempo, son asumidas por el resto de los hablantes de forma natural. Son innumerables los casos: todo el mundo sabe lo que es el Amor Platónico, el Giro Copernicano, la metástasis, un ecosistema… En cierto modo, el conjunto de jerigonzas enriquecían la apreciación de la realidad e incluso corregían al sentido común como sucede cuando todavía decimos que “sale el Sol”. Esta simbiosis entre el lenguaje coloquial y el registro especializado, fue posible en un tiempo en el que las distintas disciplinas trataban con los mismos objetos que cualquiera de los mortales y por consiguiente, la velocidad con la que eran capaces de acuñar palabras extrañas en su materia, era pareja a la que el pueblo lego, podía asimilarlas. Células, átomos, infrarrojos, ondas, electrones, todavía fueron usados en su contexto apropiado aunque fuera metafóricamente y si bien, pocos eran los que con exactitud sabían lo que estaban diciendo, al menos sí se manejaban con una vaga idea de lo que se quería decir.
A comienzos de siglo XX la Teoría de la Relatividad junto a la Mecánica Cuántica, limitaron el poder explicativo de la Física Newtoniana a los límites antedichos en los que la humanidad sabía conducirse intuitivamente de la mitocondria a Sirio con instrumentos todavía artesanales, pero negándole su vigencia en el mundo subatómico y la escala macroscópica que requería el Big-Ban. El lenguaje científico se las ha visto y deseado para moverse en estos nuevos mundos tan grandes y tan pequeños donde millones y toneladas pasan del todo desapercibidos a la hora de contar y en los que ceros y decimales ocupan páginas enteras antes de llegar a su fin la cifra con la que se desea operar, cuando no ocurre que se trabaja con números Trascendentes e Irracionales. De esta guisa, se habla de años luz, tiempo de Planck, Constante Cosmológica… que más o menos, han ayudado a medir los nuevos objetos y entidades, aunque sus medidores no puedan hacerse una idea clara de sus propios resultados – cosa que sucede desde la época prehistórica cuando se pasó del número 4, pues está comprobado en laboratorios psicológicos que a partir de dicha cantidad, la mente humana tiene serias dificultades para comprender lo que está diciendo o escuchando sin que intervengan otros mecanismos, como pueden ser el aprendizaje o la lógica – sin embargo, el lenguaje coloquial no ha tenido tanta fortuna en la adaptación a la hora de encajar los nuevos conocimientos adquiridos.
Es posible que, fuera el mundo plano o redondo, la comunidad de los hablantes no sintiera la necesidad de distinguir entre aquí, ahí, allí y allá. También es comprensible que, fuera una época de escasez o de bonanza bajo un régimen feudal o industrial, la gente tuviera claro entre mío, tuyo, suyo, nuestro, etc; Igualmente se entiende que, las grandes distancias y las grandes cantidades medidas en millones de kilómetros y toneladas, tampoco hicieran necesitar de nuevas palabras para comunicarse entre gente corriente, porque a fin de cuentas, el mundo en el que la gente llana debía desenvolverse familiarmente se bastaba con la terminología común, y únicamente cuando se separaba del torrente comunicativo, cambiaba de registro. Empero, hemos aquí la diferencia, en nuestro mundo cotidiano, regido por la ciencia y por la técnica, en el que todos somos especialistas de algo y lo virtual se confunde con lo existencial, sucede que la mente del hablante, atorada de descripciones infinitesimales con un gusto extremo por la pulcritud semántica, la exactitud de los términos y la precisión enfermiza con la que ha de trabajar a diario, se ha deslizado sin dificultad, de la reducida esfera de su campo, al amplio magma sociolingüístico de la era de la información, rompiendo el equilibrio en el que el lenguaje coloquial ayudaba a los saberes separados, a la vez que estos, condimentaban al mismo, con la debida mesura, mas sólo cuando era necesario para la metáfora.
Hoy es el día, en el que los tradicionales diminutivos, aumentativos y superlativos, a penas alcanzan para expresar psicológicamente la realidad mental que se desea transmitir. ¿Qué es mucho o muchísimo con diez elevado a la cien? ¿Qué es pequeño o pequeñísimo mientras conocemos la presencia de los quarks? A la tradicional discusión relativista sobre lo que es poco o mucho para tal o cual persona y al problema ya apuntado por Gorgias sobre la imposibilidad comunicativa entre los interlocutores, ahora nos encontramos con el sufrimiento íntimo de la persona, por ver como el lenguaje con el que desea expresar sus contenidos mentales sean estos emocionales, sentimentales, volitivos, desiderativos, o de cualquier otra especie, se le queda enormemente grande o demasiado corto, para transmitir la realidad a la que intenta referirse, acostumbrado como está en su sector laboral, burbuja académica o ámbito artístico cultural, a dar con la magnitud apropiada. Es como si al lenguaje musical se le redujera al espectro que hay entre la blanca y la semicorchea…¿qué sería de Satie o de Khachaturian?
Pues bien, aunque el problema al que aludo en estos párrafos, es muy amplio dando para escribir largo y tendido sobre el asunto, se me ha ocurrido una idea muy concreta y especial para ayudar a la comunidad de los hablantes a expresarse con naturalidad en la legua castellana, sin necesidad de recurrir a artificios que, aunque usados asiduamente, no han terminado de cuajar porque remiten a la nada cognitiva en la velocidad de su empleo, pues pocos sabrían distinguir entre super, mega, hiper, macro y sus correspondientes descendentes donde únicamente micra y nano han hecho fortuna, siendo todavía frecuente que algunos confundan el decámetro con el decímetro… cuál es, la de duplicar la anteúltima sílaba del superlativo que deseamos utilizar para ir más allá lingüísticamente de lo que hasta hora habíamos llegado con una sola palabra evitando perífrasis y circunloquios que tanto entorpecen la fluidez oral y la comprensión escrita.
La idea apareció de regalo, mientras mi novia Paloma charlaba por teléfono con su sobrinito Miguel; Sin querer, me enteré de que aquel renacuajo tenía un sopopótamo y que le quería a ella muchisísimo. Pronto advertí en el término “sopopótamo” la infantil coherencia de introducir en la palabra otra “o” acorde en anchura onomatopéyica con el animal designado desplazando a la “i” que ciertamente no le corresponde. Menos aún, me costó entender la intención de la duplicidad silábica que acontece en “Muchisísimo”: aquel niño de 4 años quería decirle a su tita, que la quería más que muchísimo. Paloma y yo no tardamos una hora en usar entre nosotros el nuevo hiperlativo o la nueva magnitud lingüística. Yo concretamente, la asumí con total naturalidad por que contemplé lo bien que se ajustaba a alguna de mis necesidades expresivas. Tras probarla en mis conversaciones privadas, ensayé estirar los superlativos para sorpresa de mis interlocutores, quienes interrogados en caliente sobre estos particulares, coincidían de inmediato en comprender que lo que se quería decir, era muchísimo más, de lo que hasta hora se había podido transmitir con los superlativos al uso.
Así pues, solo me queda dejar aquí la propuesta para que ustedes los hablantes la hagan suya y que la RAE tenga a bien aceptarla e incorporarla en las próximas ediciones de sus diccionarios, de modo que todos podamos decir muchisísimo, larguisísimo, aunque no dudo que haya quien piense que esto es una grandisísima chorrada.
La lingüística no sirve para nada en la vida real.
Lingüístas sois payaso inútiles. ¿Qué haceis sin un diccionario?
Jajaja