De entre los distintos pueblos que han jugado un papel en la vertebración sociopolítica española, indudablemente, Castilla, destaca pronto como sujeto agente del proceso al tiempo que los demás asumían un rol pasivo por medio de matrimonios como León o Aragón y pleitesías como el Señorío de Vizcaya o forzados por conquista como los reinos musulmanes de Al Ándalus; acaso por ello también se le deba reconocer ser la que más ha contribuido en consolidar La España invertebrada denunciada por Ortega, extremo que se deja traslucir a través de las actitudes, proyecciones y percepciones con las que se relaciona Castilla con el resto de identidades que conforman España.
Pero antes de dar paso al pintoresco psicoretrato etnográfico peninsular, debo curarme en salud, subrayando que esta mia aportación que se introduce en aspectos sutiles demasiado subjetivos, tiene por objeto servir de ayuda para la convivencia, aunque para ello sea preciso realizar una escandalosa llamada de atención y si alguien se siente ofendido por lo que aquí exponga, espero se tenga en cuenta que las ofensas en el texto contenidas no nacen del autor que los recoge cuanto de la realidad que se describe.
Mal que bien, España es un proyecto mayoritariamente castellano; en consecuencia, sobre su estructura ha imperado la proyección de su singular idiosincrasia sobre sus vecinos a los que fue asimilando en el despliegue hegeliano triunfal de su espíritu colectivo. Dicha proyección, poco a poco, fue calando en la mutua percepción que entre sí tienen el resto de pueblos que conforman España, hasta el punto de que puede parecer capcioso atribuirle a una sola de sus partes la fuente originaria de la misma, pero no hay mejor explicación para entender lo que se describe a continuación:
Lo más noble de Castilla, no se ha proyectado sobre los reinos a los que convenció mediante enlaces matrimoniales para unirse a ella antes de asimilarlos metabolizando su identidad, sino sobre esa difusa entidad de los vascos. El vasco es envidiado por muchas cualidades como su fortaleza física, gallardía, arrojo, pero sobre todo, por el celo con que defiende desde siempre su libertad e independencia. Esta envidia, se traduce en la expresión “¡Puto vasco!” que más que un insulto, se trataría de una reacción propia de quien sufre complejo de inferioridad. Y ¿Qué hay de noble en todo esto? Muy sencillo: no siendo la envidia una virtud, si lo es lo envidiado. Y de la envidia a la admiración, sólo hay un paso.
Mientras los vascos son un pueblo convencido mediante pactos y juramentos, los catalanes son un pueblo vencido, de modo que, mientras en los primeros sus protestas son recibidas con admiración como refrendo de su autonomía, en estos otros se percibe como acción rebelde y levantisca para cuyo sometimiento no se ahorran medios como el insulto. Y así, si el vasco es un pueblo envidiado, el catalán es un pueblo insultado, donde el insulto tiene como finalidad principal provocar su desprestigio, propiciar su aislamiento y generar el rechazo general. Así, los catalanes son tildados de agarrados, maleducados, huraños… Por decirlo de alguna manera, el pueblo catalán ha heredado el San Benito histórico de Judíos y moriscos en su día expulsados del territorio, que en principio les hubiera correspondido a los recién llegados gitanos.
Muy distinto es el caso de los gallegos, quienes sencillamente son despreciados sin padecer la envidia ni el insulto. Se trata de un desprecio absoluto cuya raíz estriba en su presunta inferioridad sociocultural, un desprecio genuino que no se toma la molestia ni de explicitarlo; simplemente se da por hecho. Por este motivo, no existen exclamaciones como las apuntadas para vascos y catalanes, referidas a los gallegos.
Y si los gallegos son íntimamente despreciados, los andaluces, ¡estos sí! además son abiertamente ridiculizados, no por adjudicárseles una condición de inferioridad cultural, cuanto por haber sido conquistados. La mejor prueba la tenemos en que nadie se ríe de los acentos vasco, gallego o catalán y en cambio todos conocemos los chistes y mofas a costa del ceceo y el seseo. Y esto sucede porque mientras se vence a un semejante como ha podido ser el caso de los catalanes, se conquista a un extraño.
Aragoneses y navarros, por distintos motivos históricos han sufrido la suerte de los segundones en la aristocracia, es decir, han sido marginados de lo sustancial, si bien, reconociéndoles con cierta guasa su carácter noble y afable, que traducido a castellano viejo, es tanto como llamarles tontos.
Portugal, como otras identidades peninsulares aquí no citadas, sencillamente ha sido del todo ninguneada desde Felipe II. Para apreciarse lo que digo, baste comparar su situación con la de los gabachos, franchutes y chovinistas de los franceses. A lo más que pueden aspirar los portugueses, es a participar del secreto desprecio de los gallegos con quienes siempre se les tiene asociados mentalmente.
Esta proyección y percepción castellana de la envidia, el insulto, el desprecio, la caricatura y el ninguneo de los demás pueblos que forman parte de la península ibérica, también le pasa factura a los castellanos y más concretamente a los Madrileños que capitalizan su poder vertebrador, quienes ciertamente, parecen ajenos a la envidia de los otros, a sus insultos sistemáticos, a su desprecio estructural, al escarnio de su cultura, a la marginación de sus costumbres o al imposible ninguneo de su omnímoda presencia legal, institucional, lingüística, cultural, deportiva…; en cambio son profundamente odiados por todos los demás.
En la medida que tomemos conciencia de esta pintoresca realidad psicoemocional y lo deseemos cambiar, estaremos en mejores condiciones para alcanzar un mejor marco de convivencia que el actual.