Aunque cíclica, mi vida, por lo demás, no se rige según el calendario laboral, ni tiene en consideración las fiestas de guardar o respeta lo más mínimo los periodos vacacionales socialmente establecidos, sencillamente discurre en función de los proyectos creativos que me impongo, de modo que, no han sido pocas las mañanas que las persianas bajadas de los comercios me han avisado de la situación.
Pues bien, el pasado Viernes, fue una de esas ocasiones en que se me pasó por alto que en Castro era su día Grande y no por falta de bullicio y barracas. El caso es que, fui a Bilbao a solventar pequeños asuntos por la tarde confiando en el último autobús que hay de vuelta a la 22:30. Y ciertamente lo había; Pero junto a su entrada serpenteaba una hilera como nunca antes había visto. ¡Claro! Toda aquella gente iba al Coso Blanco.
Ante la situación, puse en práctica cuantas máximas Taoístas conozco; Conforme a ellas, en lugar de situarme impacientemente en la fila tras no menos de doscientos jóvenes, opté por sentarme en un banco aledaño a leer “Argonáuticas” de Apolonio de Rodas. Mientras Jasón y sus compañeros de viaje surcaban los mares de isla en isla, los autobuses zarpaban de la terminal uno tras otro, sin que el torrente aquel pareciera encoger un ápice, pues durante un tiempo, los que se llevaba el autobús, pronto eran vomitados desde la boca del metro. Cuando el héroe llegó al Colquide, como viera que de continuar taoísta bien podrían darme las tres de la madrugada, me harté de seguir los consejos de Lao Zi, del no actuar, del WuWei y como el resto del rebaño humano me puse a la cola, para deshonra de mi nombre.
Llevaba años sin hacer cola: la primera imagen que recuerdo guardando la fila, procede de mi periodo preescolar, donde la Señorita nos hacía estar uno tras otro cogidos de las batas azules tanto para entrar a clase como para salir de ella. Ya en el colegio “XXV años de paciencia” aquello era mucho más formal, pues más que hacer fila, desfilábamos ante la Rojaygualda antes de acceder al edificio a las 9:30. Tras este temprano adiestramiento, no hizo falta que nadie nos enseñara cuándo, ni cómo hacer cola. ¡Nos encantaba hacer cola! Hacíamos la fila para ir al baño, para llegar al comedor, para entregar los ejercicios al maestro, para recoger los cuadernos…La infancia era una eterna cola.
Más adelante comprendí el valor pedagógico de aquella instrucción que nos preparaba para la vida cotidiana en una época en que se hacía cola en la panadería, en el banco, en la gasolinera, ante la ventanilla del Ayuntamiento…Aprendizaje imprescindible, tanto para mantener el equilibrio durante mucho rato de pie, como para no convertir el dibujo de la fila en un trazado de fichas de dominó. Por lo demás, también se aprendía a respetar el turno a otros y a hacerse respetar, guardar el sitio, vencer la tentación de aprovechar un descuido, saber repeler a los colones y sobre todo, a comprender que la verdadera amistad no va de atrás hacia adelante, sino de adelante hacia atrás, pues ya es casual que los amigos se molesten en ir a saludar desde el final de la fila hacia la parte superior y nunca a la inversa.
Perdido en mis recuerdos, sentí cierto orgullo de que tan preciado conocimiento, no se me hubiera olvidado por falta de entrenamiento como le ha ocurrido a la raíz cuadrada.Así, me percaté que la juventud ya no sabe hacer una fila: la cola no era recta, habían nudos de corrillos a los que se asociaban nuevos elementos formando siluetas cangrejo, la gente formaba en horizontal de tres en tres. Pero mal que bien, aquel caos parecía guiarse por una misteriosa Ley, que no era otra que la de avanzar. Hasta que, en vez de un autobús, vinieron tres de golpe.
Entonces, la gente enloqueció. En lugar de dividirse con orden en los andenes, todos empezaron a correr como si fuera el último bote salvavidas del Titanic. Por supuesto, yo me quedé en la fila original donde para esa hora, me encontraba por la mitad. En esta ocasión, no tanto por mantener la serenidad del fracasado Taoísmo, cuanto por verificar si “La Teoría de Juegos” es más digna de confianza. Por desgracia, el resultado fue negativo.
Para el caso de una fila, pongamos de tráfico o en el supermercado, la “Teoría de Juegos” recomienda permanecer en el tronco inicial en el que cada cual se encuentre. Y debe ser cierto que eso es lo mejor, cuando quienes hacen la cola, saben guardar la cola. Pero por la experiencia pasada, les digo, que la “Teoría de Juegos”no funciona cuando los elementos que concurren están del todo asilvestrados a este respecto.
La gente iba y venia de una fila a otra, sin respetar nada ni a nadie; entraban cuando les venia en gana, volvían cuando les apetecía; uno guardaba la vez a veinte…Sentí tanta vergüenza, que a punto estuve de volverme al banco con los Argonautas. Pero entonces ¡hete aquí! que con todo aquel trajín y mi prusiano modo de comportarme en la fila bajo antiguos preceptos del respeto, al final, sucedió que estaba al final, o sea el último, de algo que de asemejarse a algo, podría ser una especie de embudo o cono, que al más puro estilo de Agujero Negro, atraía a toda aquella masa de atolondrados en cuyo horizonte de sucesos unos a otros se daban codazos por entrar primero acusándose mutuamente de haberse colado.
Y entonces ¡sucedió un milagro! En medio de aquella marabunta, salió la chofer anunciando voz en grito que sólo quedaba una plaza. ¿Alguien quiere subir? Lo normal, es que tras dos horas allí, ante tan extraña pregunta se alzasen las manos como en los antiguos parqués de bolsa, sólo que en vez de “compro” o “vendo”, exclamaran ¡Subo! ¡Subo! Pero se hizo el silencio. Sin creérmelo todavía, me abrí paso con mi maletín, no sin cierto miedo en el cuerpo por sentirme el blanco de todas las miradas y por una vez, algo salía como está escrito, no en el “Tao Te King”, ni en los estudios estadísticos del MIT, sino en la Biblia donde durante “El Sermón de la Montaña” nuestro Señor nos recuerda eso de “los últimos serán los primeros”.