La previsora Iglesia Católica, atendiendo al signo de los tiempos, sabía lo que se hacía cuando en su Catecismo de 1992 se anticipó dos décadas a lo que habría por venir, cuando tras una dilatada historia apoyándolo, decidió condenar finalmente una de las herramientas primordiales que da soporte a toda Soberanía como bien expone Achille Mbembe en “Necrología del Poder” cuál es, la capacidad de pronunciarse sobre la vida y la muerte, máxime cuando el bien de muchos, depende del mal de uno sólo, como sucede con el Tiranicidio, cuando quienes desde sus tronos atentan no ya contra la dignidad personal, que todavía, sino contra la sociedad entera.
Frente a la natural autodefensa el Estado garantiza la libertad de decisión en pos del Bien general de todo Cargo público, blindándole contra dicha comprensible reacción de cuantos singularmente se vean por ellos negativamente afectados, pues difícilmente las medidas gubernamentales contentan a todos por igual, habiendo descontentos en todo tiempo y lugar que justifican su necesaria represión en aras de su seguridad, perspectiva más sencilla de asumir, cuanta mayor es la participación de los gobernados en la elección de dichos cargos, siendo esta mayor en Democracia que en Dictadura, apreciación de grado cuantitativo que en relación inversa predispone a todo dignatario asumir el riesgo de su puesto con mejor cuerpo en una Dictadura que en una Democracia, lo que no quita para que desde su endiosamiento habitual, unos y otros primero se sorprendan y luego se indignen porque haya quien se atreva contra su sagrada figura.
Pero, rara es la ocasión en que un Pueblo reacciona contra el Poder abiertamente sin haber buen motivo para ello, entre otras cosas, porque tiene todas las de perder tanto en la calle desprovisto como está de armas para hacer frente a las fuerzas represoras gubernamentales pertrechadas de escudos, gases lacrimógenos, porras eléctricas, pelotas de goma…y en los Tribunales donde Leyes hechas a medida, no le da la más mínima baza, por lo que hemos de convenir que, cuando la reacción acontece, seguramente será debida a una precedente mala acción por parte de quien gobierna.
El blindaje del Cargo público obedece para preservar su libertad decisoria sobre los asuntos comunes que buscan el Bien general, mas desaparece a ojos de Dios y de la ciudadanía, cuando el individuo se procura ventajas privadas y más todavía, cuando sus decisiones en vez de ayudar al Bien General van en dirección contraria causando mal a la mayoría de modo constante prolongado, que hasta para eso somos pacientes, pues cuando es excepcional o no intencionado, siquiera acontece su dimisión.
Por supuesto, aunque animo a rescatar esta pedagogía, también prevengo sobre su abuso y a ensayarse otras medidas de resistencia activa que deben articularse en función del daño causado por aquellos que sean merecedores de las mismas, no pudiéndose focalizar sobre una sola persona, por muy alto que sea su cargo la simplona suma aritmética de los pequeños males causados a muchísima gente, porque entonces no habría Dios que lo resistiese y no podría haber sociedad. En mi opinión, empero, es legítimo hacerles partícipes del sufrimiento que generan en la mayoría, de modo que pongamos por caso, por una medida suya varios miles de nosotros no podamos festejar un día nuestra condición sexual, no sería exagerado privarle de celebrar su cumpleaños en paz.
No deseo abundar en el ejemplo, porque Gallardón no merece más de dos azotes en el culo, comparado con quienes habrían de ser fusilados para garantizar la paz social. Pero, con qué prontitud esta gente corre a refugiarse dialécticamente en sus familias so pretexto de diferenciar su esfera pública y privada para que las consecuencias de sus acciones que sí nos afectan a todos íntimamente provocando insomnio, irascibilidad, depresión y hasta inapetencia e impotencia sexual, no les alcance pudiendo continuar con sus desmanes como si nada. Pues se les acabó el chollo: Ya no son intocables.