Al gobernante se le llena la boca remontando el sistema democrático a la Grecia Clásica, como paradigma de derechos y libertades, que lo fue, pero pasando por alto la estructura injusta que lo sustentaba, donde esclavos, mujeres y extranjeros tenían vetada su participación en asuntos públicos, no tanto por la ignorancia del dato relevante, cuanto por no abrirnos los ojos al paralelismo con que hoy se reproduce tan próspero esquema. Y es que, la Democracia tiene sus límites, como no se cansan de repetirnos los representantes de la Partitocracia.
Hoy, a propósito de lo sucedido en Ceuta, deseo centrar la atención en lo concerniente a las distintas categorías que un forastero recién llegado a nuestra sociedad le pueden ser asignadas que en su conjunto he dado en llamar “Barbaridad”.
Los griegos gustaban decir “bárbaro” a todo extranjero a causa de que su lengua no griega les sonaba algo así como barbarabarr. La Democracia de entonces, negaba el voto a los extranjeros, pero tenían ciertos derechos como a comerciar, trabajar, adquirir una vivienda y hasta participar en sus guerras. Nuestra Democracia, ha avanzado en este asunto una auténtica barbaridad, empezando por distinguir hasta cinco categorías de foráneos bien reconocibles por los hablantes y medios de comunicación:
Hasta ayer, pese ha haber transcurrido desde la experiencia ateniense veinticinco siglos, en poco o nada nuestro tratamiento y distinción jurídico-lingüística, se había diferenciado de la griega, poniendo en evidencia que al desarrollo de hominización, no le ha acompañado un avance en humanización, de suerte que, todas las personas venidas de fuera han sido tratadas y tenidas por extranjeras, cosa que como se apreciará a continuación ya no es así, pues el término casi ha caído en desuso a favor de otras nuevas expresiones cargadas de significado.
Cuando los individuos provenientes del exterior, gozan de un estatus acomodado, una profesión cualificada, cierta solvencia económica que se traduce en vestimenta elegante, medio de locomoción propio, presencia en lugares de ocio en compañía de amigos lugareños, etc, casi pasarían por auténticos ciudadanos, por lo que, en principio, no suelen tener problemas para acceder a permisos de trabajo y residencia, cosa que redunda en beneficio de lo anterior. A estas personas solemos aludir por el gentilicio de su país de origen, sobre todo, cuando este pertenece a un país de la OTAN o una gran potencia emergente; A este respecto, brasileños, Indios y Chinos han visto mejorado su tratamiento, pues los primeros han dejado de ser Sudacas, los segundos asiáticos y los terceros sencillamente amarillos. De este modo, no nos faltan colegas estadounidenses en la oficina, vecinos ingleses, amigos italianos…
Cuando quien viene del exterior sólo lo hace de visita con intención de disfrutar de sus vacaciones dispuesto a gastarse el dinero en nuestros comercios y hoteles, entonces lo etiquetamos de turista. Su presencia, aunque molesta para el ciudadano medio, es muy apreciada por las instituciones y cuantos hacen su agosto con su tránsito, que es contemplado como riqueza. Todos los turistas son bienvenidos. Empero, los que no tengan la suerte de ser de raza caucásica, es recomendable que luzcan en todo momento algún elemento, mismamente una cámara fotográfica, que lo distinga de otras peligrosas categorías que le podrían suponer cacheos continuos y pasar alguna que otra noche en comisaría. Al turista se le garantiza la salud, el transporte, buena alimentación, buen alojamiento, buenas vistas al mar, diversión, juego, drogas, prostitución y cuanto desee mientras lo pueda pagar. Al turista se le perdona todo y es muy raro ver alguno en la cárcel.
Quizá el último reducto de la palabra “Extranjero” esté asociado a la condición del “Estudiante” que ha elegido nuestro país para ampliar conocimientos. Así tenemos la figura del Estudiante extranjero, cuya simpatía económica es inferior a la del turista pero mejor soportable para la ciudadanía, más, cuando se le contempla como a alguien con quien se puede pasar un buen rato, pero sin compromiso pues está previsto se vuelva a su país. Esta negligente alegría con que se recibe a todo estudiante extranjero, explicaría lo bien que se le trata entre sus vecinos, compañeros y sobre todo potenciales parejas sexuales, sin caer en la cuenta que a muchos se les lleva al equívoco de pensar que está en el Paraíso y en consecuencia tome la decisión de quedarse aquí ¡para siempre! robándonos los mejores puestos de trabajo dada su alta formación académica.
Peor lo tienen quienes vienen a trabajar para cuantos hemos reservado el despectivo término de “Inmigrantes”. Si lo hacen dejando atrás a sus familiares y amigos, es sólo porque son pobres. Y como son pobres, sólo son rentables para la Patronal, pues gracias a su irrupción entre la fuerza de trabajo autóctona, la mano de obra se abarata lo suficiente para que ni unos ni otros dejen de ser pobres trabajando. En buena lógica, dispongan o no de permisos laborales, son odiados por las capas bajas de nuestra sociedad, pues ciertamente les hacen la competencia en el trabajo y son quienes han de convivir con ellos en los extraradios urbanos, hacer cola con ellos en los supermercados de barrio, ir con ellos a la escuela…haciendo añicos el dicho “El roce hace el cariño”.
Por último, tenemos a cuantos provenientes de África, son de raza negra, y alcanzan nuestra tierra al modo olímpico, es decir a nado, o saltando vallas. Estos especímenes son designados como Subsaharianos. Son seres despreciables y despreciados por la inmensa mayoría de los ciudadanos respetables, por lo que se les deniega sistemáticamente visados en sus países de origen, solicitudes de asilo, permisos de trabajo o residencia, derecho a asistencia sanitaria, alquiler de vivienda, etc. El único modo en que nuestras instituciones democráticas tienen de dispensarles todo ello, es dándoles caza en nuestras calles y plazas e ingresándoles en los Campos de internamiento conocidos como CIES o en su defecto, en las prisiones donde se les puede contar por millares.