Los Mapuche, autodenominados humildemente “gente de la tierra” rebautizados por la historia como Araucanos, son uno de tantos pueblos indígenas que sin adaptarse como es debido a la civilización, pretende sobrevivirla a nuestra costa, como esos animales salvajes que cuentan con Greenpace para sortear su decadencia dándole esquinazo a Darwin. Ocupan el Suroeste de Argentina y Centro Sur de Chile, Estados modernos que sufren ciclicamente su presencia, como la que actualmente ha sabido captar la atención internacional esgrimiendo el típico victimismo que tantos réditos parece darles a otros pueblos prescindibles o fallidos que viven de lloriquear en los medios de comunicación la opresión a la que son sometidos palestinos, saharauis, tibetanos, kurdos, y toda suerte de tribu que en su día fuera incapaz de defender su derecho natural de dominar y no ser dominado. Porque, digo yo, si nosotros que podemos, no oprimimos a los Mapuches…¿Quién los va a oprimir? ¿ Los Yanomamo? ¿ Los Hopi? ¿A caso los Zulús?
Bosquimanos, lapones, bereberes, aborígenes australianos, y resto de pueblos dedicados a vivir de su folclore, única excusa justificadora de su fracasada existencia entre nosotros, de cuando en cuando se revuelven más por vergüenza que por el arrojo que les faltó para afrontar la modernidad, con el objetivo de mendigar la solidaridad de las sociedades que les oprimen, ruin mezquindad moral de la que se sirven los débiles e inferiores como bien advirtiera Nietzsche pero que sólo es atendida por naturalezas afines capaces de comprenderles en su ignominia, motivo por el cual, tarde o temprano acaban sucumbiendo al destino contra el que no han sabido o querido luchar.
Llama la atención que la Progresía tan animada a la renovación de los valores individuales en favor del aborto y la eutanasia, que no hace ascos en tirar abajo los pilares de la tradición, la familia y las instituciones que se le pongan por delante en aras de abrirle paso al progreso, en cambio se muestre tan conservadora a la hora de ponerle punto final en su insignificancia a especies que si quiera han llegado a ser nombradas, y sociedades que poco o nada han aportado a la humanidad, salvo la pincelada policromática cultural contra la que el Ser Humano como especie, ha venido rebelándose desde el principio de la Historia, clave de nuestro éxito, flecha del tiempo lógico y natural contra la que ahora algunos desean invirtamos su dirección amén de salvaguardar la otrora detestada diversidad.
Y es que, todavía los hay que no tienen conocimiento de que existen asuntos en los que la posible percepción angustiosa de un mal singular que afecta a los individuos, puede sin embargo ser altamente positivo para el conjunto de todos ellos, sin ir más lejos la Muerte misma. Cuánto más entonces, si la misma les acontece a los más débiles, inferiores, fracasados y prescindibles, que lejos de enriquecernos, suponen todo un lastre, del que a falta de una buena planificación, bueno es que el azar social haga el trabajo por nosotros.