La tiranía de los genes

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A la mayoría, ha pillado por sorpresa la hipótesis planteada por la CEOE de que la herencia genética determina en mayor grado el rendimiento escolar del alumnado que su entorno socioeconómico, por cuanto dicho supuesto contradice abiertamente la unánime opinión de los expertos redactores del informe PISA…¡A mi no!

Durante la infancia, adolescencia y juventud, me formé en esa feliz idea de que el entorno moldea al individuo, revistiéndole de una segunda naturaleza, cual es la cultura, que con ayuda de la tradición, la costumbre y sobre todo la educación, modifica a mejor la anterior, haciéndonos plenamente humanos y no meros salvajes, por muy buenos que nos los presentase Rousseau. Eran tiempos en los que era muy fácil rehuir toda responsabilidad descargándola primero en el inconsciente freudiano que regía mi voluntad al extremo de extinguir mi libertad, sucumbir cual marioneta en la dialéctica materialista hegeliano-marxista de la historia y ¡cómo no! echarle toda la culpa a la sociedad, que eso de confesarme resultaba demasiado personal e insuficiente para poder vivir tranquilo con mi comportamiento bipolar de pensar una cosa, opinar otra, decir algo distinto, hacer lo contrario y desear no haberlo hecho, pues a fin de cuentas, yo – no sé Ortega – no era otra cosa que mis circunstancias…Desde la República de Platón, hasta el Proyecto Summerhill, pasando por la aristotélica máxima “El hombre es social por naturaleza” y los empeños de toda religión por mejorarle, tal fue el esfuerzo encaminado a fundamentar en mi mente tan conveniente planteamiento antropológico que permitía hacer lo que me diera la gana sin ser partícipe de las consecuencias, que hasta me lo llegué a creer de modo totalmente acrítico, llegando a defender la tarea pedagógica, como base para iniciar la única revolución social con posibilidades de éxito, habida cuenta del errado camino de intentar cambiar las mentes de las personas ya formadas en patrones anteriores que reproducen una y otra vez los modelos que en su malograda voluntad precisamente anhelan desterrar de la faz de la Tierra.

Mas, como quiera que la segunda piel de los pobres, cuál es, el pantalón vaquero, no sangra al rasgarse ni suda al hacer calor, así sucede que aquella primera naturaleza humana asoma y prevalece sobre ese barniz de humanidad con el que el mono desnudo de Desmond Morris gusta vestirse de seda, cosa que me quedó clarísima, no precisamente estudiando Bioética, a caso los fundamentos biológicos de la personalidad y sobre todo, profundizando en conocimientos de genética de la mano de Matt Ridley cuya lectura me despertó de mi particular sopor dogmático en el que plácidamente me había entregado a la sombra de un fauno.

Hasta ese momento, militaba en el buenismo partidario de la igualdad social como mejor forma de alcanzar la plena felicidad de la entera humanidad en la que sólo padecerían aquellos que se lo merecieran y en la que cada cual recibiría según su necesidad y mérito. Pero hete aquí, que este autor me hizo caer en la cuenta de que semejante propósito, lejos de conseguir los objetivos que ingenuamente decía perseguir, provocaría lo que se ha dado en denominar la Tiranía de los genes, por si no fuera poco ya la doctrina de Dawkins que preconiza su egoísmo. Y es que, efectivamente, si por un casual, las fuerzas reaccionarias cedieran en su ánimo de oponerse al progreso humano, a lo mejor sucedería que partiendo todos desde el nacimiento de la misma condición y circunstancia, siendo la genética nuestra única diferencia, los mejor dotados genéticamente a penas deberían preocuparse por hacerse con el poder y lo que es peor, perpetuarse en el sin que pudieran intervenir azarosas e incomprensibles variables que dieran al traste con lo que les es dado por añadidura, y no como actualmente sucede, por mucho que algunos nos quejemos de la galopante injusticia del mundo.

Ante esta perspectiva que parecía conducirme a un callejón sin salida y hacerme plenamente conformista con lo que hay abrazando el mejor de los mundos posibles de Leibniz, sólo me quedó apostar por la eugenesia como salida factible que tiene la humanidad para lograr una situación justa y armoniosa en la que todos los espíritus puedan actuar libres de la circunstancia y el entorno en plena igualdad, aunque el proceso llevaría tarde o temprano a la clonación y de ahí a la Común Unión de conciencia, luego a la conciencia única y finalmente a la extinción en la Nada spinoziana que todo lo identifica.

Por eso, aun compartiendo la anterior premisa científica corroborada en laboratorio, aireada a los cuatro vientos sin la debida cautela por la CEOEE, no así acepto por inmadura e impaciente, la consecuencia de que el gasto actual en educación no sea lo más importante en la obtención de resultados. Antes de suprimir la educación pública obligatoria – nada desearíamos más – esta debería ser del todo innecesaria, cosa que ciertamente estará a la vuelta de la esquina gracias a los implantes cerebrales, la terapia génica y sobre todo la aceptación voluntaria por parte de la población de una medida tan sana e inteligente como es la eugenesia a nivel mundial para toda la especie humana. Pero hasta entonces, la inversión en educación se ha revelado una excelente herramienta para eliminar desigualdades de todo tipo, incluidas las genéticas, pues facilita las relaciones sociales entre desiguales y ello enriquece el número en acto que no en potencia de las combinaciones genéticas sanas, que pese a llevarnos del determinismo social al genético, todavía somos libres de eligir a cuál de los determinismos deseamos sacrificar nuestra humana libertad.