Toda mi vida vengo escuchando en Castro “¡Santa María se cae!” “Cualquier día de estos se viene abajo” y a estas alturas peinando las primeras canas, como que ha nacido en mi el firme deseo de derribarla yo sólo, porque veo pasar los años y ahí sigue, dando que hablar a concejales en los plenos municipales, tertulianos en medios de comunicación y a cuantos curiosos merodean por las inmediaciones que sin el menor esfuerzo pueden comprobar por si mismos en qué puede consistir la caspa de tan formidable ejemplo del tránsito del Románico al Gótico, al que voluntarios lugareños barren la arenisca todos los días del calendario.
Hace más de dos décadas, preocupado ingenuamente todavía por su conservación, propuse para indignación de mis paisanos, vender el inmueble a una empresa nipona que se ocuparía de desmontarla piedra a piedra para trasladarla a un bello paraje del Sol naciente, como ya han hecho con algunos castillos medievales y conventos. Como la medida fue rechazada al unísono de ¡Virgen Santa!, con espíritu más pragmático hace cosa de tres lustros lo intenté de nuevo animando al consistorio y Obispado a considerar la posibilidad de transformar el templo en una discoteca, restaurante, hotel, Parador o cualquier otro negocio de hostelería, convirtiendo a nuestra joya arquitectónica en todo un referente mundial de ocio. También aquí se puso el grito en el cielo. Desde entonces he visto como una ola se llevaba el Puente Romano y los lugareños, con todos los permisos municipales, de costas, de Patrimonio, etc, adornaban su entorno con obras que de feas que son, seguramente en breve recibirán un premio urbanístico.
El caso es que, hoy, ya no veo tan mal que se caiga la Iglesia donde me bautizaron. ¡Algún día tendrá que ocurrir! Y me fastidiaría mucho que este acontecimiento singular para el que hemos esperado más de siete siglos, fuera a suceder poco después de mi muerte. Por eso, mi posición ha variado radicalmente: ya no bogo por su conservación. Ahora soy un firme partidario de su destrucción. En este viraje ha contribuido no poco, lo acontecido en Bilbao con su Catedral de San Mamés, a la que toda la ciudad se ha sentido ligada afectivamente durante un siglo, lo que no ha sido óbice para cuando ha sido necesario, derribarlo con excavadoras sin más contemplaciones.
Los expertos parecen coincidir en que el derrumbe de Santa María es inevitable. Pues bien ¿A qué esperamos para afrontar nuestra responsabilidad como Pueblo? Es posible que los castreños no estemos dispuestos a realizar una cuestación pública para salvar sus muros que forman parte de nuestros recuerdos más íntimos visuales y acústicos; es posible que el negocio de hostelería en su conjunto que vive en buena medida de la postal que ofrece su efigie tampoco esté por la labor de su conservación; indudablemente las instituciones, fundaciones y patronatos culturales del país no están para estas cosas y el Obispado no pueda hacer más que encomendar el recinto de Santa María a la Virgen de los Milagros…Pero hay algo que entre todos, uniendo nuestras fuerzas, codo con codo, arrimando un poco el hombro, podemos hacer, a saber: podemos destruir armados de picos y mazas su estructura de modo ordenado y sin sustos. Cuesta verlo ahora, pero tiene sus recorridos intelectuales, culturales, empresariales y hasta turísticos. Se los explico:
Hasta ahora el Arte ha sido entendido de forma creativa. Pero puede haber arte igualmente en la destrucción como descubrieron los físicos artífices de la Bomba Atómica en los Álamos. El Dadaísmo a comienzos del siglo XX abrió la Caja de Pandora permitiendo a sus artistas destruir sus propias obras, creaciones que como el propio hombre, fueron diseñadas pensadas para su eliminación; ¿cuánto más arte entonces no habrá en destruir las obras ajenas o como en nuestro caso las heredadas? Gracias a desastres y accidentes en el inmisericorde paso del tiempo, lo viejo desaparece dejando paso a lo nuevo. Esta sabia ley de la naturaleza también es aplicable a los distintos espacios artificiales que la humanidad se ha procurado en su evolución material, pues no son pocos los hoy entendidos como monumentos los construidos en su momento sobre los restos de anteriores desaparecidos si no es que tuvieron que ver en su misma desaparición. La destrucción en un solo día a manos de los autóctonos de todo un edificio como Santa María, sería un acontecimiento sin parangón en la Historia; es posible que se le encontraran precedentes con la quema de la Biblioteca de Alejandría y similares. Mas, en esta ocasión, la decisión sería tomada democráticamente de manera racional. Por supuesto, la iniciativa sería recogida por todos los noticieros del mundo y mucha gente se acercaría en adelante a conocer la localidad, cosa que redundaría positivamente en el comercio y cuantos negocios viven del turismo; el fenómeno sería similar al acontecido con el Ecce Homo de Borja. Por último, cada año podría levantarse una representación en cartón-piedra de la Iglesia, para honrar su memoria al objeto de que los visitantes puedan disfrutar de su derrumbe una y otra vez, al modo en como se inmolan las Fallas de Valencia anualmente, dramatización que con el amor que sentimos en este país por el pasado, no tardaría en ser declarada de alto valor cultural. Cosas peores se han visto, verbigracia la Pasión de Nuestro señor Jesucristo, todas las semanas santas.