Sobre el nombre de los lugares públicos

A propósito de la resolución del Ayuntamiento de Palma de eliminar de su callejero a los Duques de Palma, “por su falta de consideración hacia el título”, estimación que corresponde ponderar a la Casa Real y no al municipio que mejor haría en esgrimir para su propósito la presunta estafa cometida contra las Arcas públicas del Pueblo mallorquín, les hago partícipes de esta reflexión sobre los nombres con los que se bautizan cuantas instalaciones públicas se sufragan con el dinero de todos.

Un reciente estudio efectuado por el Instituto ´Patafísico de Investigaciones Pánfilas (IPIP) refleja que, el 92,7% de los ciudadanos preferiría que los nombres de los lugares públicos nunca recayeran en personas que nada bueno hubieran hecho por la comunidad, porcentaje que se eleva al 98,4% cuando de quien se trata es un sujeto que en vida introdujo la discordia dividiendo a cuantos le rodeaban en amigos o enemigos. De estos datos se concluye que, de denominarse un lugar común con el nombre de alguien, las autoridades deberían observar que su figura mereciese la deferencia y que la misma, no generase malestar en un amplio sector de la población. Pues, creo no equivocarme en que la mayoría de los peatones preferiríamos transitar por la el Boulevard de los Payaos Gaby, Fofó y Miliki antes que hacerlo por el de Juan Carlos I.

Curiosamente, este cabal sentir general, es abiertamente contrariado de continuo por los responsables de la tarea, quienes sin ningún empacho salpican toda la geografía de motivos ofensivos para buena parte de la población en sádica actitud que en vez de buscar el bien común solo parece perseguir el de unos pocos, que por otra parte, siempre son los mismos. Por citar sólo dos casos: en Ávila tenemos la oportunidad de situarlos en el cruce entre las calles Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera, mientras en Bilbao cualquiera puede gozar de un paseo por la Avenida Sabino Arana. Y como estos hay millares de situaciones cuyas secuelas psicológicas son sufridas por la ciudadanía como las hemorroides, o sea ¡En silencio!

Sin entrar a valorar en absoluto los dos ejemplos citados, todos convendrán conmigo en que no es lo más apropiado. Es posible que un veterano de la Guerra Civil del bando Nacional disfrute a diario dando sus señas de residir en la primera dirección, pero dudo mucho que hiciera de la segunda su punto habitual de encuentro con los amigos. Y a la inversa, un Nacionalista Vasco estará encantado de empadronarse en la Avenida del fundador del PNV, aunque me temo no aceptaría vivir siquiera de alquiler donde el Nacional por muy nacionalista que fuera.

Huyendo de la subjetividad que pudiera darse sobre la oportunidad de bautizar las calles con nombres de Políticos facciosos, Generales criminales, Santos de dudosa santidad, Nobles únicamente por el título, etc, planteamientos extremos han apostado por eliminar toda referencia, distinguiendo calles y distritos únicamente con números, tal cual se hace con las matrículas de los utilitarios, como es costumbre en algunas ciudades de América. En ocasiones, sin llegar a tanto, se ha propuesto dejar en exclusividad nombres impersonales como “Calle de las Flores”. Sin embargo, opino que haríamos mal en prescindir de tan formidable herramienta de educación social, por cuanto contribuye enormemente a trasladar a la ciudadanía los valores a conservar por la comunidad, de igual manera que, la lectura de biografías ejemplares ayuda a fijar durante la niñez buenos modelos de conducta a imitar.

De querer conservar esta bella tradición, lo más acertado parece entonces dedicar plazas e Institutos a sujetos de probado prestigio que de no contar con la aprobación general por la enorme incultura subyacente, al menos, no provocarán malestar, pues hasta la fecha no conozco a nadie a disgusto con María de Zayas. Es lo que se ha venido haciendo con dramaturgos, literatos, músicos de prestigio y en menor medida con inventores, científicos o matemáticos, con los que en pos de la utilidad práctica se han obviado los habituales escándalos que en su momento pudieran haber ocasionado con sus ideas, así como con personajes históricos estilizados como Carlo Magno o Napoleón, de cuya verdadera historia nadie, salvo expertos eruditos, pueden dar cuenta de la intima moralidad de sus actos.

No digo yo que entre Jefes de Estado, militares, religiosos o políticos, no puedan surgir candidatos a ser distinguidos en el callejero de su ciudad por las Instituciones del país al que sirvieron. Lo que deseo transmitir es la enorme dificultad de que sus nombres sirvan al bien común, pues siendo sus quehaceres de discutible y discutida valía según sean contemplados por Monárquicos o Republicanos, pacifistas o patriotas, creyentes o ateos, de centro derecha o de derecha y cuantos distingos se les ocurran, difícilmente ayudarán a mantener la paz social que persigue todo Gobernante, al menos, en el plano emocional de los gobernados que está más interrelacionado con todos los demás de cuanto nos imaginamos.

En cualquier caso, a mi juicio, mayor atención merecen personas menos conocidas, aunque si, muy apreciadas en su entorno como son Maestros, boticarios, bomberos e incluso cajeras de supermercado, chóferes de autobús y vendedores de caramelos, que a lo mejor, en virtud de su contribución vital a su ciudad, barrio o calle, ganado se tienen ser recordados por sus vecinos en señal de reconocimiento.

En este sentido, son muchas las voces que empiezan a reclamar que se consulte a los directamente afectados antes de bautizar una calle, colegio o Polideportivo. Igual nos llevamos todos una sorpresa y marcas tan publicitadas por el Tontodiario como “Príncipe de Asturias”, “Reina Sofía” o “Duques de Palma”, dejan de aparecer por doquier cual especie de hongos venenosos, sustituidos por nombres de gente humilde que hicieron mayor bien a la sociedad y de los que aún olvidados por las futuras generaciones, nunca darán motivo de vergüenza o controversia a los pueblos agradecidos que los incorporaron a su paisaje nominal.