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Me ha llegado al correo un texto con el sugerente título “Recogida de firmas para bajar el sueldo a los políticos” que anima a su lectura. De principio a fin no tiene desperdicio, pero me lo he pensado bien antes de colgarlo tal cual en mi “Inútil Manual” pues en ocasiones, tras las buenas intenciones aparecen remedios peores que la enfermedad, no siendo pocas las veces que la demagogia cuela entre col y col lechuga…Mas como quiera que lo rubricaría sin a penas modificación alguna, me he sumado a la propuesta, no sin antes plantearme racionalmente la cuestión de, la correcta retribución de un cargo público, que no es cosa que pueda dirimirse por simples impulsos viscerales a ras de la coyuntura.
En la Democracia ateniense, obviados extranjeros y mujeres, sólo participaban quienes disponían de riqueza suficiente como para disfrutar ocio que les posibilitaba dedicarse a los asuntos de la polis y hacer así política. Quienes no tenían ocio, entiéndase esclavos, negociantes, ciudadanos pobres o campesinado, no podían participar de la política y menos de la Democracia, más que nada, porque difícilmente atenderían los problemas de la ciudad, si al mismo tiempo estaban obligados a cuidar de sus tratos particulares. Se mirase por donde se mirase, resultaba contraproducente, bien porque al no tener nada que perder medirían con menor cautela sus decisiones, bien porque carentes de posesiones, era muy difícil que desde el poder se abstuvieran de adquirirlas en detrimento de la comunidad. Y no les faltaba razón. Como tampoco faltó ocasión a quienes podían hacer política de legislar a su medida para sancionar el statu quo, aunque de esto ya se hablaba menos pese a las reformas de Solón encaminadas precisamente a mitigar dicha tendencia.
Para corregir los peligros derivados de la participación en la toma de decisiones por quienes tienen poco que arriesgar con ellas, no han faltado fórmulas: desde reservar el acceso a la Asamblea o Senado a una determinada clase como la Patricia en Roma o los Lores en Inglaterra, hasta restringir el sufragio sólo para quienes tenían títulos nobiliarios, poseían tierras o pagaban impuestos. En cambio, para afrontar el mal de la corrupción, desde Platón a penas se ha ensayado otra estratagema que la de retribuir magníficamente bien al cargo público, colmándolo de prebendas y honores, con el ánimo de que no necesite nada mientras esté trabajando para sus vecinos, ganando tanto en su puesto, como el que más se beneficie de su labor comunal, de modo que, la natural tentación de hacerse con la propiedad ajena quede espantada ante la mera posibilidad de perder el poder que ostenta, la admiración de sus conciudadanos, los privilegios de su posición y tan alta retribución que le procura su cargo.
No estaba mal pensado. La idea era atraer al cargo público no sólo a los poderosos del momento, sino también a los más capaces, para que la ciudad contase al frente de sus instituciones con los mejores, que no otra cosa significa etimológicamente la Aristocracia. Por supuesto, Platón en su “República”, ya previno que, previamente era preciso formar al ciudadano en la virtud a través de la educación, no vaya a ser que los más capaces y los mejores, también fueran los más granujas, corruptos y depravados, como tantas veces ha sucedido en la historia.
Durante la Antigüedad, los riesgos derivados del ejercicio del poder, se moderaban con un equilibrio tácito entre la riqueza económica, el poder político, la fuerza militar y la influencia espiritual que sin embargo, no impedía se repartiese siempre entre los más pudientes de la sociedad, como sucedió todavía en la Modernidad, donde para corregir los desmanes institucionales, los ilustrados idearon la famosa división entre el Ejecutivo, Legislativo y Judicial, que como dijera Fernando VII son los mismos perros con distintos collares.
Mal que bien, la actividad política discurrió por estos retorcidos surcos hasta conseguirse el sufragio universal en la Era Contemporánea, en la que se nos permite a todos elegir y ser elegidos. Evidentemente, ello no se ha logrado sin sangre, sudor y lágrimas y mucho menos sin antes establecer un sistema de retribución suficiente del cargo público que permita a cualquier ciudadano, indistintamente de su grado de riqueza o pobreza, la posibilidad de desatender su hacienda y emplear su tiempo al cuidado del bien común, salario proveniente del excedente generado por la ciudadanía que a cambio de verse liberada de las tareas comunitarias que le permite dedicarse por entero a sus negocios, consiente en pagar cuantos impuestos sean necesarios para mantenerles.
Pero, todavía quedaba por sortear el otro riesgo de la Democracia, cuál es, la de que, quienes se hacen con los cargos públicos, trabajen para mantener el statu quo que les ha permitido acceder a dichos cargos, comportamiento igualmente nocivo para la sociedad a la que dicen servir. Ello explicaría, como desde sus inicios, la Democracia política, nada ha hecho, por elevar la riqueza de los ciudadanos -que si ha aumentado, ha sido más por el propio esfuerzo popular que debido a la diligencia gubernamental- al extremo de que, todos podamos dedicarnos a la política sin mayor retribución, que la de satisfacer a los demás y recibir su admiración como sucede con los jefes de las islas del Pacífico en donde es elegido Jefe aquel candidato que ha procurado más alimentos a su comunidad durante los banquetes electorales, haciendo de la política todo un arte y de las elecciones un aplauso. Antes, al contrario, siempre se ha procurado asfixiar económicamente al Pueblo, en beneficio de la clase dirigente, dificultándoles con ello su deber y derecho cívico de prestar mayor atención a los asuntos sociales, para dejarles hacer y deshacer a su antojo, por estar demasiado ocupados en conseguir pagar los impuestos y gravámenes continuos que nos imponen desde sus cargos.
Con todo, la gente más prudente de lo que parece, mientras tenga para malvivir y los gobernantes gobiernen, aunque lo hagan mal y en su provecho, digamos que se contenta con eso de que Dios aprieta pero no ahoga y en buena lógica, pasa por alto las múltiples fechorías, a cambio de que las cosas funcionen aunque sea bajo mínimos, sabia actitud esta que se ha confundido con el famoso “pan y circo” por el mismo motivo que el bueno pasa por tonto, porque a fin de cuentas, todos sabemos responder íntimamente la cuestión planteada por Juvenal de ¿Quién vigila al vigilante? O sea, nadie. Siendo por consiguiente su poder despótico, malo no es que por aparentar maneras democráticas algo se contenga su instinto disimulando su despotismo, cosa que sólo ocurrirá mientras los Gobernantes crean que el populacho todavía les contempla como sus legítimos representantes. De ahí que no se quiera destapar la liebre, ni por unos ni por otros. El problema viene para todos, cuando el grado de ineficacia y desgobierno es tal, que al pueblo le compensa pasar por el trance de una Revolución, antes de continuar soportando no ya a unos malos gobernantes, sino a una auténtica Casta Parasitaria que no aporta nada y resta mucho a la comunidad.
A caso rehuyendo lo inevitable, casi sin querer, se han acometido reformas encaminadas a ponerle trabas legales al abuso de poder, pero la inercia humana hace todo esfuerzo estéril, pues como dice el estribillo, ¡Todos queremos más! No sabiendo muy bien como acertar, algunos vieron en los cargos vitalicios el mejor modo de frenar la ambición personal, dado que nadie tendría motivos para robar del tesoro Estatal, al no cesar nunca en el cargo y poder disfrutar para siempre de los beneficios colosales estipulados por ley; Otros por el contrario, creyeron que la solución consistiría en abreviar los mandatos para hacer más difícil que se tejieran con el tiempo redes estables de corrupción; Pero los gobernantes vitalicios, si bien no se llevaban nada para ellos al más allá, si procuraban que a los suyos no les faltara de nada aquí para varias generaciones y los representantes del Pueblo que sólo eran elegidos para ocupar cargos durante un breve plazo de tiempo como pudiera ser un año, despojaban a la sociedad en tan corto periodo lo que otros tardaban cuatro años o seis en hacerlo poco a poco. De esta guisa, no han sido pocos los pensadores que han contemplado el Tiranicidio como última salida para que el Pueblo soberano se libere del yugo gobernante. Es más, incluso el mismo poder regio ha tirado del castigo capital para mantener a raya a quienes se corrompían más de lo debido, por poner en riesgo la supervivencia del sistema, según lo anteriormente expuesto. Escarmiento que en modo alguno aleccionaba a nadie, pues qué era pasar potencialmente un mal trago, frente a unas ganancias presentes, contantes y sonantes.
Tomando en consideración todo lo anterior, parece obvio que, la solución no reside en pagar más a los políticos, pues siempre querrán más y se corromperán; Tampoco resulta viable rebajar los sueldos de nuestros representantes, porque entonces a los asuntos públicos llegarán sólo los más inútiles de la sociedad, como actualmente ocurre en la casta docente; Castigar la corrupción severamente a toro pasado, es evidente que no funciona; Pero pasar de la política, como hacían los idiotas griegos – ciudadanos libres que pudiendo participar de la política se despreocupaban de los asuntos públicos- permitiéndoles hacer sin escrúpulos cuanto deseen, es casi como incitarles al delito; Así las cosas, sólo parecen quedar dos alternativas: la primera consistiría en reducir al mínimo las áreas que requieran intervención gubernamental para de este modo rebajar el perfil de la casta parasitaria y por descontado del Estado. La segunda opción, consistiría en aumentar la Democracia y dar de una vez el paso de la Representación a la Acción Directa, haciendo de cada ciudadano un político para el que nada de lo común le sea ajeno y los aspectos sociales le preocupen y ocupen como propios que son. Y quién sabe si ambos recorridos no pueden ser complementarios…
Mientras tanto, ahora que sabemos por boca de Ramón Jáuregui que “nunca nada, justifica que nadie, agreda a un cargo público” al menos, deberíamos replantearnos su circunstancia en función de todo lo comentado. Para ello, volviendo a Platón, empezaríamos por escudriñar la vida de los candidatos para asegurarnos de su virtud al margen de la compensación que pudieran recibir; Hecho lo cual, bueno sería que nadie accediera a los más altos cargos, sin antes haber probado su valía en anteriores responsabilidades, sean estas familiares, privadas, civiles o institucionales; Los cargos públicos serían retribuidos según un baremo que tuviera en cuenta datos como el sueldo base o la renta per cápita para establecer un mínimo de su salario fijado en el triple o cuádruple si se quiere de los anteriores y también las nóminas más altas, dado que es inviable que el Presidente de un Gobierno, cobre legalmente menos que futbolistas, artistas, pilotos…Así, en principio los políticos tendrían motivos propios para procurar aumentar los ingresos más bajos de los ciudadanos y no se resentirán por ver como con su esfuerzo otros se lucran a su alrededor más que ellos. Por supuesto, de nada servirían estas precauciones, sin antes haber adelgazado las competencias gubernamentales, haber eliminado la duplicidad y triplicidad de cargos institucionales que en la confusión escurren el bulto de su responsabilidad al tiempo que lastran el presupuesto de la gobernanza, de no haber el marco legal adecuado para castigar enérgicamente al corrupto y sin ágiles mecanismos democráticos, para cesar en el cargo ipso facto al gobernante incapaz o imprudente, para evitar que los ciudadanos deban esperar al final de su mandato para poner fin a sus despropósitos.
Pero el replanteamiento que acabo de hacer, no se ajusta a nuestra realidad, dado que nuestros representantes, sean estos concejales, alcaldes, diputados provinciales, parlamentarios autonómicos, senadores, congresistas, europeos…más que hacer política, bien o mal, se dedican exclusivamente a mantenerse en el poder, importándoles un bledo que el Estado, sus instituciones, las autonomías, municipios, y el largo etcétera de fuentes soberanas de las que emana su legitimidad y sueldos se deterioren por momentos, no ya por su negligencia, incompetencia, desidia o irresponsabilidad, sino casi diría yo que a propósito, para que abrumada por los problemas, la ciudadanía elija como siempre por lo malo conocido. Pues bien, aceptamos la baja calidad de nuestra Casta Parasitaria como mal menor, antes de echarnos a la calle como en Túnez y tantos otros lugares, pero a cambio, va siendo hora de que mejore la relación precio-calidad. Es en este sentido en el que me sumo a la propuesta aquí traída, para recortar el sueldo a todos los chupopteros que integran actualmente la Casta Parasitaria y cuyo detalle y mecanismo de adhesión podéis hallar en http://noalossueldosdelospoliticos.blogspot.com/