La inmigración ilegal acostumbra a estropearme los desayunos con el periódico, las sobremesas con el telediario y la hora de conciliar el sueño por medio de la radio, arrojando día sí, día también, estampas nada agradables ni al oído ni a la vista; cuando no se nos describe los asaltos a las fronteras de Ceuta y Melilla en cuyas vallas podemos contemplar a los subsaharianos – entiéndase negros – subidos a ellas asemejados a los amenazantes pájaros de Hitchcock o emprendiendo en sus aguas territoriales los cien metros braza demenciales ahogándose entre botes de humo y pelotas de goma, se nos pone al corriente de los cayucos llegando a Canarias en masa o las pateras atestadas de norteafricanos – entiéndase negros descoloridos que pueden pasar por latinos bronceados – naufragando en el Mediterráneo durante la noche, que ya son ganas de informar ¡Como si no lo supiéramos! Por eso, es de agradecer, que por una vez, este fenómeno lamentable que dios quiera termine pronto, nos haya ofrecido una simpática imagen, cuya ternura estética nos ha encandilado a todos, cuál es, la de ese niño dentro de una maleta visto a través de un escáner de la Guardia Civil en el control del Tarajal en Ceuta. Y aquí escucho a Boris Izaguirre gritando eso de ¡Páralo Paul! ¡Páralo!
Yo, no sé ustedes, pero a mi, la presencia de ese pequeñín ahí dentro encogidito como un faquir me ha parecido de una belleza extraordinaria ¡Divina de la muerte! Gracias a la benemérita hemos tenido acceso, quizá, a la mejor radiografía de una enfermedad social, quién sabe si hasta de una ecografía fetal de los DDHH candidatos a ser felizmente abortados, no siendo nada extraño entonces que pronto viéramos la instantánea promocionando alguna campaña internacional de la marca Benetton, o renovando la publicidad del Cola Cao, haciéndole cantar “Yo soy aquel negrito”.
Ese conguito contorsionista acurrucadito dentro de una maleta, me ha parecido súmamente entrañable, algo que todos los padres del mundo quisieran poder hacer siempre cuando se van de vacaciones, al ir a un hotel o al partir los parientes tras haber pasado juntos las navidades, y que incluso, los propios hijos desearían ardientemente les ocurriera por ese instintivo gustirrinín gatuno de introducirse en cualquier oquedad mientras te lo permita el cuerpo, más todavía, tratándose de que te vuelvan a llevar sin necesidad de andar y encima ¡De polizón! ¿Quién no ha querido alguna vez en su vida viajar de polizón? Pero, aquí en la vieja Europa, nadie se atreve, porque se ha perdido el sentido lúdico de la existencia. Los pequeños aquí, deben viajar como pasajeros de primera, ocupando un asiento aunque les sobren tres cuartas partes de la tapicería, les cuelguen los piececitos y amarrados como si fueran montados en una Montaña Rusa.
Aquí, padres e hijos, asumen que los niños deben llevar ellos la maleta y no la maleta a ellos. ¿Por qué? ¿Qué hay de malo en que una maleta lleve a un renacuajo dentro? ¿No se porta en carritos a los bebés? ¿Entonces? ¡No entiendo! Dado que como he advertido, las mochilas de los escolares, a cada curso que pasa, son más grandes y voluminosas, ¿no sería factible que sus padres les introdujeran dentro de ellas antes de salir de casa camino del colegio? pues resulta absurdo que el padre lleve al niño de la mano y el niño la mochila de la otra o a su espalda, cuando el progenitor bien podría transportar a ambos, mochila y niño, con un mismo gesto.
Si algo nos ha demostrado este asunto, aparte de que los niños de corta edad, bien pueden viajar como equipaje sin ocupar plaza ni en autobuses, trenes, aviones o cruceros, es que nuestra sociedad no está preparada para aceptar que a los niños se les pueda meter por un corto espacio de tiempo en una maleta aunque quepan en ella. Porque, el lugar que debe ocupar un niño, no es una maleta, es un pupitre cinco horas al día, cinco días a la semana durante toda su primera infancia, la segunda y la tercera.