Llevo veinticinco años buscando alguien que me explique, sin tratar de llevarme al huerto, las bondades de la energía nuclear. Sigo esperando. Cada vez que he abierto mi mente y mis orejas a los argumentos proatómicos, he tenido la sensación de estar en uno de esos viajes donde te regalan una olla birriosa y un jamón escuálido a cambio de tragarte la chapa de un vendepeines que quiere colocarte una participación en un apartamento en multipropiedad o un electrodoméstico que aspira, hace la comida y saca a pasear al perro. Allá donde esperaba razones fundadas, han intentado colarme torrentes de datos indemostrables con apariencia científica y la descripción fantasiosa de una utopía técnica infalible. En el discurso entusiasta de los propagandistas, Harrisburg o Chernobyl eran detallitos sin importancia, cuando no exageraciones de los enemigos del progreso. Los más cínicos y atrevidos llegaban a decir que cualquier avance en la historia de la Humanidad había tenido un coste, siempre insignificante, de vidas.
Cientifistas fanáticos
A dos centímetros del pasmo, veo que lo que está ocurriendo en Japón (lo que nos cuentan, quiero decir; otra cosa será la verdad) no sólo no ha bajado los humos de los charlatanes, sino que ha provocado que se rearmen y pasen directamente a la ofensiva. Cualquiera que ose mostrar el menor signo de preocupación o inquietud es un patán iletrado sin derecho a vela en este entierro, algo parecido a un pobre e inferior salvaje de una tribu africana que se asustara al ver brotar una llama de fuego del mechero del bwana de turno. Uno de esos fanáticos del cientifismo que -Freud sabrá por qué- gustan de ir de campeones de la racionalidad se chotea de nuestros miedos asegurando que lo de Fukushima no es mucho peor que hacer un vuelo de larga distancia o que beber una cerveza embotellada en ciertas zonas de alta radioactividad natural. Claro, por eso están evacuando decenas de miles de personas. Pero como el gachó sienta cátedra en el MIT de Massachusetts, los de la turbamulta ignorante debemos arrodillarnos ante la voz de la sabiduría.
No soy un antinuclear visceral cerrado en banda. Admito humildemente que, como en tantas otras cuestiones, carezco de los conocimientos mínimos para tener una opinión sólidamente argumentada. A falta de datos que no apesten a potito ideológico interesado -ya digo que llevo un cuarto de siglo tratando de encontrarlos-, me instalo en algo tan elemental como la prudencia. Con más motivo, si quienes pretenden convencerme lo hacen tomándome por idiota.