Sánchez y sus digo-diegos

Vaya curro marrón, el de los tiralevitas mediáticos de Pedro Sánchez. El argumentario que reciben de Ferraz y Moncloa se les caduca a la velocidad sideral de los cambios de acera de las caderas del presidente del gobierno español. Y, claro, como ocurrió (entre otras decenas de veces) el viernes pasado, se encuentran defendiendo con uñas y dientes la doctrina que ha dejado de ser oficial. Así, al mismo tiempo que en tertulias de radio y televisión se ciscaban, por inútil, insolidaria y mil cosas más, en la propuesta del PP de bajar el IVA del gas, su señorito anunciaba a bombo y platillo en la cadena Ser la inminente rebaja del impuesto. Por fortuna para ellas y ellos, gastan un rostro pétreo y unos principios tan movedizos y caprichosos como los del tipo al que llevan en andas, de modo no les costó ni medio rubor pontificar sobre la pertinencia indudable de la misma medida que denostaban.

Conste que, como aficionado a meter la pata de tanto en tanto, considero muy sana la costumbre de rectificar. Pero, leñe, dentro de un orden y, desde luego, reconociendo el error inicial, que es donde no pillarán a Sánchez, ni a sus ministros, ni a sus palmeros. En su desparpajuda forma de conducirse en la vida, cada decisión y consiguiente contradecisión son exactamente igual de impecables. Claro que la reflexión inmediata es que esto ocurre y seguirá ocurriendo por los siglos de los siglos porque quienes obran así no parecen hacer frente a ninguna consecuencia. Ahí nos encontramos con una cada vez más pobre exigencia de la ciudadanía y, en este caso concreto, de los socios políticos del campeón sideral de los digo-diegos.

Odón (casi) nunca defrauda

Tengo para no olvidar el descomunal cabreo de Odón Elorza en mayo de 2011, cuando el recuento de votos confirmó que dejaba de ser alcalde después de veinte años. Unas semanas después, el enfurruñamiento no se le había pasado. En lugar de entregarle con elegancia la makila a su sucesor, Juan Karlos Izagirre, de Bildu, estuvo durante todo el acto protocolario con cara larga. Recuerdo haberle escrito por entonces que era mejor que fuera pasando página porque un animal político como él todavía tenía mucha guerra que dar.

Puedo decir humildemente que los hechos me han dado la razón. Como diputado en el Congreso, eternamente abonado a su papel sobreactuado de verso suelto, Odón se ha mantenido en la cresta de la ola soplara el viento que soplara en Ferraz. Incluso en los tiempos más inciertos, supo apostar por el presuntamente defenestrado Sánchez y consiguió una larga prórroga como culiparlante y Pepito Grillo oficial.

Pero, mirando a las próximas generales, sean cuando sean, la cosa se le planteaba oscura para repetir en las listas. Tocaba un nuevo campanazo. Y vaya si lo ha dado. Al presentarse para disputar a Marisol Garmendia las primarias a la alcaldía donostiarra, Elorza ha descolocado e irritado un congo a la propia aspirante y a no pocos de los representantes de la actual oficialidad socialista en Donostia, Gipuzkoa y Euskadi. No soy capaz de imaginar si el bravo caballero sin espada acabará saliéndose con la suya. Lo decidirán los titulares de seiscientos carnés. Ahora… que las próximas semanas van a estar muy entretenidas, pueden darlo por seguro.

La vuelta… ¿más dura?

Aquí me tienen, en primer tiempo de saludo después de un mes casi a cuerpo de marajá. Si me conocen algo, ya saben que no soy de lloriquear por regresar a un curro razonablemente remunerado que, además, es el que, con sus más y sus menos, me sigue poniendo pilongo. Les dejo la matraca del síndrome postvacacional a los postureros, los pobres de espíritu y los que, estando en una situación seguramente mejorable, no se dan cuenta de que deberían entonar el virgencita que me quede como estoy. La vuelta más jodida es —amarren la paradoja por el rabo— la de quienes no pudieron irse a ningún lado y, por tanto, en realidad no tienen ni a dónde ni a qué volver. Les deseo con toda mi alma, queridos lectores, que no se encuentren ni remotamente cerca de tal situación.

Dicho lo obvio, no les niego cierto acongoje (o, directamente, acojone) al arrancar del calendario la última página de agosto e inaugurar la primera de septiembre. Llevan desde junio advirtiéndonos de que hoy es el primer día del apocalipsis. De aquí en adelante nos aguarda una sucesión de desgracias y sinsabores sin cuento. Los precios, que ya llevan tres meses subiendo por encima del diez por ciento, seguirán desbocados. Las crisis de la pandemia y de las hipotecas basura nos parecerán una broma en comparación con esta, en la que deberemos quitarnos la mugre con agua fría y calentarnos, en el mejor de los casos, con mantas zamoranas. Es lo que no se cansan de anunciar los agoreros con cargo público adosado al tiempo que nos llaman a los mismos sacrificios de los que ellos encontrarán el modo de librarse. Apuesten algo.

Memoria: hechos, no palabras

La semana pasada los incansables currelas de la Sociedad de Ciencias Aranzadi hallaron los restos de, por lo menos, diez personas en tres fosas comunes en el concejo navarro de Paternain. El jueves, la consejera Beatriz Artolazabal, en presencia de familiares y represaliados del campo de concentración de Orduña, inauguró en esta localidad el primer columbario de Bizkaia. Son solo dos titulares recientes que, en su letra pequeña, contienen decenas de historias con nombre propio. No entro aquí en detalle porque el objeto de estas líneas, en realidad, es tan solo apuntar que la memoria no se construye con grandes proclamas o con leyes de copetín, sino con hechos concretos, contantes y sonantes, como estos que cito y como tantos otros de los que podemos presumir en las dos demarcaciones administrativas de Hego Euskal Herria.

Lo anoto con humildad pero, al mismo tiempo, con orgullo. A diferencia de lo que se sigue haciendo en latitudes no muy lejanas, y gracias al impulso impagable de las asociaciones memorialistas, aquí llevamos unos cuantos años plantándole batalla al olvido impuesto a pie de cuneta. Y no lo hacemos para reabrir heridas ni por revancha, sino por devolver la dignidad a quienes padecieron la represión franquista y a sus deudos, entre los que nos contamos casi todos. Tampoco nos mueve la pretensión de reescribir la historia ni de ganar a título póstumo una guerra de la que, sin haberla vivido, nos sabemos y nos sentimos perdedores a mucha honra. Solo buscamos unas briznas de verdad y de justicia, y es reconfortante pensar que hay ocasiones en que nos damos la satisfacción de encontrarlas.

Sobre los indultos

A José Antonio Griñán ni siquiera se le ha comunicado oficialmente su ingreso en prisión por su participación ya confirmada en sede judicial en el escándalo de los ERE andaluces. Sin embargo, prácticamente lo primero que se hizo cuando se adelantó la sentencia del Tribunal Supremo fue echar a volar la especie del probable indulto. Y, en buena parte de los casos, dando por hecho que el expresidente de la Junta de Andalucía y del PSOE evitará pasar entre rejas los seis años a que ha sido condenado en firme. Incluso aunque la doctrina del Constitucional apunta en línea contraria, son muchos lo que están convencidos de que el Gobierno de Pedro Sánchez encontrará el modo de librar de la cárcel a quien ya se viene glosando como un inocente injustamente condenado. “Han pagado justos por pecadores”, es el mantra más escuchado ahora mismo en Ferraz y Moncloa.

Personalmente, no me agrada que un hombre de 76 años que seguramente no tiene posibilidad de delinquir más se vaya a tirar una temporada en una celda. El roto que lo ocurrido le ha hecho a su vida me parece suficiente castigo. Pero no soy yo quien imparte justicia. Por otro lado, tengo claro que hay un puñado de reos de la misma edad que Griñán sobre los que ni nos planteamos el debate porque sus casos no llegan a los focos.

Por lo demás, y aquí quería llegar en realidad, confieso que jamás he sido capaz de ponerme de acuerdo conmigo mismo en lo que pienso sobre la propia figura del indulto. Aunque me consta que a veces ha servido para reparar excesos judiciales, me chirría que el perdón esté en manos del poder ejecutivo.

Sánchez sobre Pablo González

Mi reconocimiento al periodista de la agencia Efe que ayer, en la rueda de prensa tras la cumbre polaco-hispana celebrada en Varsovia, preguntó si Pedro Sánchez y el primer ministro Mateusz Morawiecki habían abordado la situación del periodista vasco Pablo Gonzalez, que lleva encarcelado en aquel país 151 días. El mandatario polaco ni se dignó contestar. A Sánchez, sin embargo, no le quedó más remedio que balbucear una respuesta del todo insatisfactoria aliñada con unos chorritos de medias verdades. Tal y como se han producido los acontecimientos desde el momento de la oscura detención, lo de apelar al respeto al estado de derecho polaco es un sarcasmo. Máxime, cuando hasta la propia Unión Europea ha sacado un porrón de tarjetas amarillas a su estado miembro por hacer de su capa un sayo en materia jurídica.

Claro que sonó mucho peor que el presidente español porfiara que González no ha dejado de disponer de asistencia jurídica, que cuenta con apoyo consular frecuente y que su familia está informada de su situación. La asistencia jurídica no es la de su elección, el tal apoyo consular se ha reducido a cuatro contactos en cinco meses y su familia, como denunciaba ayer mismo, ha recibido dos cartas con mucho retraso en este periodo. Mostrar agradecimiento a las autoridades polacas por su colaboración fue el colmo.

El resumen es que un ciudadano de un estado de la UE —yo destaco esta condición sobre la de periodista— lleva preso casi medio año en otro estado de la UE bajo una acusación vaga sin acceso a una defensa efectiva. Luego nos hablarán de garantías democráticas.

Jóvenes que odian y otros que no

Escribía aquí hace solo tres días que el rechazo unánime de la corporación de Mutriku al intento de vetar la presencia de una ertzaina en las fiestas suponía un saludable avance. Mi optimismo se dio de bruces con la realidad el domingo, cuando tres energúmenos agredieron a otro agente de la policía autonómica en la Cuchi de Gasteiz al grito de “Zipaio, ¿qué haces en esta calle?”. Los matones, que fueron detenidos y posteriormente puestos en libertad, tienen 21, 22 y 25 años, respectivamente. Es decir, no han vivido lo más crudo de nuestro contencioso, pero eso no ha evitado que se contagien de odio ni —para mí lo más preocupante— que estén dispuestos a utilizar la violencia contra sus semejantes.

No voy a entonar la tristona cantinela del “algo estamos haciendo mal”, más que nada, porque esto no va de culpas generales sino particulares. Para nuestra desgracia, estos episodios son el reflejo de una realidad que, dependiendo de los casos, hemos pretendido edulcorar o directamente no ver: hay una parte de nuestros convecinos que creen que existen personas y colectivos que merecen ser agredidos. Y aquí es donde, pese a todo, trato de relativizar y hasta de mostrarme esperanzado. Primero, porque cuando se producen estas situaciones, siguen siendo mayoritarias las voces que salen a denunciarlas, venciendo el cansancio y la sensación de predicar en el desierto. Eso, mientras cada vez resulta más difícil callar a los que miraban hacia otro lado o encontraban palabras de justificación. Segundo, y creo que con más valor, porque son infinitamente más las y los jóvenes que no están ni remotamente tocados por el odio.