Escribo afectado por una tremenda resaca. No piensen mal. Cada vez más fóbico a las multitudes – especialmente a las que se reúnen a toque de pito para participar de una felicidad artificial y efímera-, media hora después de la última campada me exilié en mi mismo con la compañía de un único e inofensivo gintonic. Poco efecto pudo hacer en un organismo hipernutrido a base de fritos y mazapanes. El culpable de mi clavo de año nuevo no es el alcohol sino la sobredosis de buenos deseos. No hay escafandra lo suficientemente impermeable a los letales principios activos de esas frases que pretenden contener en su carcasa las mejores intenciones cuando, en el óptimo de los casos, están cebadas con pegajosas natillas y siropes resistentes a cualquier disolvente.
Lo peor de esta guerra bacteriológica que se reedita con cada cambio de calendario es que el fuego más peligroso es el amigo. Como en el refrán discutible, suele ser quien bien te quiere quien te hace llorar de impotencia a golpe de SMS, email, twitteo o post en tu muro de Facebook. “En el 2011 haremos entre todos un mundo mejor”, te dispara uno a traición. “Seguro que este es el año en el que nacerá una sociedad más justa”, suelta su bomba otro. “A partir de mañana sólo habrá sitio para el amor y la solidaridad”, crees que ha rematado otro más, cuando añade con impiedad: “Tenemos por delante 365 días nuevos para crecer como personas”. Si sacas la bandera blanca y te rindes, habrá quien lo tome como una provocación y te arreará el tiro de gracia: “En estos doce meses se van a cumplir todos nuestros sueños”. ¡Baaasta!
Que te vaya bonito
No dejará de sorprenderme la suprema ingenuidad que alimenta estas formulaciones. ¿Nadie ha caído en la cuenta de que todos los 31 de diciembre elevamos al cielo las mismas plegarias y que jamás se cumplen ni medio gramo? Abonados ciegamente a una filosofía de tapa de yogur, nos entregamos una y otra vez a seguir jugando a la espera de esos premios que nunca llegan, seguramente, porque ni están en el catálogo. Y siempre aspiramos al gordo. Las pedreas y los reintegros son para los pobres. Nos sonamos rácanos si sólo deseamos que te vaya bonito, que te mantengas a flote o que no te falten las fuerzas para levantarte cada día. Son objetivos menos líricos, desde luego, que se expresan sin necesidad de violines ni de poner ojos de dibujo animado japonés. Pero en su realismo son también más resistentes a la frustración y mantienen su vigencia el dos de enero, el tres de marzo y, con suerte, el cuatro de abril.