Empieza a resultar punto más que cargante esa monserga de economista de todo a cien según la cual las finanzas de una institución pública son iguales que las de una familia. Le ha dado por soltarla a todo quisque, casi siempre con un tonillo de profesor Ciruela que estomaga. Pues no, oiga, no. A menos que pertenezca usted a los Rothschild, los Botín, los Alba o un clan de ese trapío, cualquier parecido entre la administración de sus dineros y la de las arcas de un estado o una comunidad autónoma (y de ahí para abajo) está traída por los pelos.
¿Que en ambos casos se debe obrar con racionalidad? Por supuesto. ¿Que se debe tender a que los gastos sean inferiores a los ingresos? Como norma general y desiderátum, sí, pero ahí comienzan las diferencias. La más obvia cae de su propio peso: no es lo mismo manejar 30, 40 o 50.000 euros anuales que unos cuantos miles de millones. Podríamos enumerar las demás, pero ya que va de ahorros, prefiero optimizar los caracteres empleándolos en intentar desmontar la trampa que se nos vende con el simplón paralelismo. La idea que pretenden inocularnos es que la deuda es un sumidero que nos tragará si no nos liamos a machetazos y dejamos el estado de bienestar como un desierto.
Luego ves los datos y algo no cuadra o, según se mire, termina de cuadrar. Juan José Ibarretxe, que no creo que se haya vuelto un marxista desorejado, contaba en estas mismas páginas que la deuda española es de un 61% respecto al PIB, mientras que la de Gran Bretaña es de un 79,9% y la de la Santa Alemania, de un 83,2%. Más allá de esas reveladoras cifras, el Premio Nobel Paul Krugman, que tampoco va por ahí reclamando el poder para lo soviets, asegura que con esos números es posible mantener unos servicios sociales decentes y, de paso, promover estímulos económicos. Otra cosa es que se prefiera utilizar el déficit no como herramienta sino como excusa para recortar sin freno.