Ya es oficial: se ha abierto la veda del funcionariado. En Catalunya y Castilla-La Mancha han empezado con munición mediana. En la CAV, de momento, con tiragomas, pero ya se ve que las primeras medidas adoptadas por el Gobierno López para tocar el bolsillo y los derechos de los empleados públicos —incluyendo una moción de tapadillo en las enmiendas presupuestarias— son apenas el trailer de la película que estará próximamente en nuestras pantallas. Y para que nadie me afee que ya estoy con mis obsesiones en bandolera, añado que un ejecutivo de otro color habría actuado igual que este. Aquí la partitura la escriben otros. No es casualidad que las descargas verbales del presidente de la patronal española contra los empleados de la administración vayan ganando octanaje de declaración en declaración.
En un mundo ideal, limpio de trampas e intereses bastardillos, no habría nada de malo en acometer un debate así. Es absolutamente legítima la preocupación por el tamaño y la utilidad exacta de la plantilla pagada a escote por todos. Su optimización con arreglo a las necesidades reales será en beneficio común. No oculto, incluso, que me cuento entre quienes piensan que se debe racionalizar la función pública y, desde luego, cerrar la puerta a comportamientos parasitarios que, como tengo ojos, veo exactamente igual que todo quisque.
Ocurre, desgraciadamente, que esa idea que acabo de citar como excepción o simple dato entre otros muchos, se nos vende como norma general e indivisible. Si siempre ha pesado sobre los funcionarios y funcionarias la sospecha de que se pegan la vida padre sin dar golpe, en los últimos tiempos el recelo se ha multiplicado por diez y ya es pura inquina. En ese terreno interesadamente abonado no hay lugar para el debate. Ahí sólo juegan las tripas, que vitorearán a los gobernantes que empuñen la podadora contra los supuestos privilegiados. Por eso lo hacen.