Perdonen lo simplón y topicazo del título. Y lo falso. Por desgracia, Albert Camus no vive. Hace medio siglo largo que se dio una galleta tremenda a bordo de un Facel Vega conducido por su amigo Michel Gallimard y se quedó en el sitio. Solo un día antes —ya es cabrón el destino—, había dejado para la posteridad su última gran cita: “No hay nada más idiota que morir en un accidente de coche”. Por hablar. Casi todo lo que le ocurrió (malo, bueno y regular) fue por eso, por no dejar quietas ni la lengua ni la pluma, por desafiar las ortodoxias a diestra y siniestra, por pisar juanetes prohibidos. Los de los malísimos del globo, sí; pero también los de los presuntos seres angelicales que meaban colonia, como un tal Sartre, que decía de él que era un filósofo para alumnos de instituto. Hoy hasta el sartriano más furibundo sabe que tras esa melonada estaba la cochina envidia, de la que no se escapan ni los que salen en las fotos de la Historia levitando sobre el bien y el mal.
No es solo que Albert, con su aire a Bogart en según qué instantáneas, fuera mucho más atractivo que Jean Paul. O que el existencialismo del primero tuviera origen en una verdadera existencia a fuerza de pasarlas putas, mientras que el del segundo (alguno me excomulga por escribir esto) era una reacción de niño bien que se quejaba de vicio. También era que a Sartre no le gustó que cuando abogaba irresponsablemente por ocultar los horrores del estalinismo para “no despojar de esperanza a los trabajadores de la Renault”, Camus le cerrara la boca con una frase que vale por cien tratados: “No necesitamos esperanza, sino verdad”.
¿Ven? Ahí empieza a cobrar sentido el encabezado de estas líneas. Era el mensaje de esta columna y de muchas otras que les llevo echadas a los ojos: no hay que maquillar la realidad por muy noble que sea la causa. Para mi, Camus vive, y no solo durante estos días en que conmemoramos su centenario.