Pido perdón a los lectores de las cabeceras no vizcaínas porque en las líneas que vienen a continuación me voy a mirar mi ombligo levemente —apenas vuelta y vuelta— rojiblanco. Bien es cierto, añado como excusa, que si cambian las camisetas y los nombres propios, la moraleja puede ser de aplicación universal. Con su docena de diferencias, lo de Ander Herrera viene a ser en lo esencial lo de Illarramendi, Bravo, (¿Griezmann?) y tantos otros idilios balompédicos para toda la vida que acaban siéndolo para un ratito. Sorprende, con la colección de desgarros que arrastran los corazones de los hinchas, que sigan viviendo como dramas terribles lo que deberían tener amortizado desde el mismo instante del fichaje.
Fíjense que eso estaba fácil con el causante del (pen)último desengaño de los forofogoitias. Igual que ha hecho ahora el United, el Athletic hubo de comprar su amor a golpe de talonario. Hasta que la cantidad no fue lo suficientemente golosa, el chaval dejó en las hemerotecas una larga lista de frases de desplante que, por lo visto, no quedaron registradas en la memoria selectiva de la afición. Solo ahora, con la presunta traición consumada, se remueven aquellos barros y el resentimiento hace proclamar que ya de antiguo se veía que fingía los orgasmos y que lo suyo era más el cachirulo que la txapela. Le pasó a Lizarazu hace 17 años: se acostó Bixente y se levantó Vincent.
Servidor, que es de los que piden que todos los males sean así, se queda con los destellos de esplendor en la hierba y con el equis por ciento de los 36 kilos que caigan en la buchaca de la Hacienda donde soy contribuyente.