Vueltas y más vueltas a la muerte de Germán Coppini. Me está costando digerirla y no sabría decirles por qué. O tal vez sabría, pero quizá entrando en territorios peligrosamente íntimos, mucho más allá de lo que marcan los estándares de una sana relación columnista-lectores. Bastante tienen ustedes, pobriñas y pobriños, con mis desvaríos extramuros, como para soportarme también cuando la cojo llorona y tengo un teclado a mano. Dejémoslo en la melancolía tontuela propia de las fechas, agravada en esta ocasión por la coincidencia de la ciglogénesis explosiva meteorológica y la sentimental, que me ha hecho reparar por encima de lo razonable en la desaparición de alguien a quien en los últimos tiempos no presté gran atención. Apenas tenía una idea difusa y confusa de sus andanzas musicales recientes y ni siquiera me era familiar el aspecto que lucía en las fotos que se han publicado. Poco o nada que ver con el tupé levadizo, el guardapolvos de amplias hombreras y solapas desproporcionadas, los vaqueros de huevo prieto o los zapatones de un chillón azul eléctrico que yo guardaba en la memoria.
Años 80, claro, esa época que entonces nos decían que, por vacua e insustancial, nadie recordaría en el futuro y que hoy alimenta una lucrativa industria de la nostalgia. Hasta los planes de pensiones de un banco reflotado con toneladas de pasta pública usan como cebo iconos infantiles de esos días. Qué forma más indelicada de decirnos que aquellos niños, adolescentes y jóvenes de bolsillo tieso somos ahora el nicho (mierda para la polisemia) de mayor capacidad adquisitiva y que nos tienen que exprimir antes de que la jubilación nos mengüe la cartera… O antes de que, como a Germán, un arrechucho se nos lleve prematuramente al otro barrio.
¿Ven? Ahí era adonde me daba miedo llegar, a la sospecha nerudiana de que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos… por mucho que intentemos disimularlo.