Envidio a quienes no albergan ni medio asomo de duda y en décimas de segundo se han situado a este o aquel lado de la línea de puntos respecto a la intervención militar en Libia. Admiro por igual la certidumbre irrebatible de los que apuestan por el jarabe de fuego como la convicción sin matices de los que aseguran que en estos casos lo mejor es reservar butaca de patio y asistir al combate sin mancharse las manos ni la conciencia. La vida es más plácida cuando has tomado un partido -es asunto menor si es el equivocado o si el otro es tan razonable como el tuyo- y, con la bufanda atornillada y la racionalidad enviada de colonias, lo único que queda es animar desde la grada a tirios o troyanos. La otra opción, zascandilear de puntillas sobre el alambre divisorio sin saber a qué parte hay que echar el pie o, incluso, encontrar argumentos de idéntica validez y peso para dejarse caer a norte o sur, es garantía de desasosiego. Y de propina, de desprecio general. Más aun que por los contrarios, los que han elegido bando desarrollan una antipatía feroz por los que están entrambasaguas. Cobarde equidistante es lo mínimo que te van a llamar, como bien sabemos por otras cuitas más cercanas.
Irak, más claro
Con Irak fue más fácil. Por lo menos, para mi. Estar entonces en contra del baño de bombas y sangre a cargo del séptimo de caballería parecía lo obvio, lo lógico, lo natural. Ayudaba mucho que aquello llevara la firma de tipos que habían acreditado su vileza con todo tipo de fechorías a lo largo de sus vidas y, con especial ahínco, de sus mandatos. Verlos ebrios de chulería y descogorciados de la risa en la foto de las Azores disipó cualquier titubeo. Las tripas se adelantaron al cerebro en el No a la guerra. Lo que vimos después, lo que seguimos viendo hoy, barnizó de razón aquel impulso primario.
En el caso de Libia, sin embargo, las vísceras -sigo hablando de mi mismo- se alborotan de modo parejo ante Gadafi (se me han acabado los adjetivos) y los erigidos en guardianes del mundo libre. Que hasta ayer el uno y los otros compartieran mesa, mantel y fotos tan repugnantes como la de hace ocho años dificulta enormemente la elección entre lo malo y lo peor. Simpatizo por instinto, que no por documentación, con la parte del pueblo que se ha rebelado frente a una tiranía que parecía inexpugnable. Me gustaría que ganasen y sé que es muy difícil que lo consigan solos, pero cuando vuelvo la vista hacia sus posibles aliados, veo a los mismos que fabrican y venden las armas con que los están sometiendo.