Lloriquea el bellotari de vía estrecha, José Antonio Monago, que no es un corrupto, sino la víctima de un terrible complot para quitárselo de en medio. Riámonos de lo segundo, y concedámosle la razón en lo primero. No es un corrupto por un motivo ciertamente simple: no da la talla para serlo. Llega, y justito, a chisgarabís del mangoneo cutre, con el agravante de que cuando lo pillan, en lugar de reconocerlo gallardamente, se hace el ofendido y pretende tomarnos por idiotas. Más incluso que el puñado de euros que el lazarillo de Quintana de la Serena sisó a las arcas públicas, debería rebelarnos que piense que somos tan cortos de mente como para tragarnos que en poco más de un año, un senador por Badajoz viajó 16 veces a Tenerife en comisión de servicio oficial.
No cuela, Monago. Absolutamente nada de oficial tiene ir a contentarse el mango a las que llaman, para disgusto de muchos de sus moradores, islas afortunadas. Qué poco cuesta, por cierto, imaginárselo embarcando con la bragueta alegre, rumbo al desfogue más bien patético de ciertos cuarentones que se enredan entre el corazón y la ingle.
Desconozco cuánto le queda a su carrera política. Debería ser nada, pero si es más que eso, ya jamás podré verlo como el dirigente de un partido o de una comunidad. Ni siquiera, como decía al principio, como un detestable pero hábil ladrón de guante blanco. Para mi será en adelante el paleto con ínfulas de Casanova que se financiaba sus excursiones lúbrico-sentimentales con cargo al presupuesto del Senado y —lo peor—, que una vez descubierto con el carrito del helado, no tuvo arrestos para reconocerlo.