Somos incorregibles. Lo anoto así, en plural con amplia tejavana, pero son libres de excluirse si, tras el oportuno examen de conciencia, no se sienten concernidos. Hablo de nuevo sobre lo que la tragedia de los Alpes está revelando respecto a la condición humana. Por ejemplo, que su suspicacia en determinadas cuestiones es de talla XXL y, por supuesto, reversible. Nos escama una cosa y la contraria. ¿Que sale el fiscal de Marsella a darnos pelos y señales apenas 48 horas después de la caída del avión? Eso es porque nos quieren vender una moto y llevarnos del ronzal con una teoría que interesa a los poderosos. Coloquen la mano en el corazón y traten de imaginar lo que estaríamos mascullando si solo hubieran aparecido portavoces de rigor a decirnos que se están investigando todas las hipótesis y que es muy pronto para aventurar lo que pasó. Efectivamente, no tendríamos la menor duda de que se nos oculta la verdad… y de nuevo volveríamos a aludir a los intereses de los poderosos.
Ciertamente, es muy saludable poner en cuarentena las versiones oficiales y mantenerse en guardia para que no nos la den con queso. De hecho, si actuáramos con esa desconfianza metódica ante determinados potitos que se tragan sin rechistar, otro gallo nos cantaría. Pero instalarse en la conspiranoia con boina a rosca da un poco el cante. O bueno, eso creía yo. Para mi pasmo, las conjeturas abracadabrantes sobre las que ironizaba en mi columna anterior siguen en vigor con leves correcciones… al alza, como que el desequilibrio del copiloto fue provocado por la tremenda presión a la que le sometía su empresa. Me rindo.