No es cierto que siempre se vayan los mejores. Los cabrones con pintas también palman y, por pura estadística —son más—, con mayor frecuencia. Sin embargo, a los que no tragamos que la muerte nos hace buenos, sus óbitos, tránsitos o trances nos dicen más bien poco tirando a nada. Si la noticia te agarra filosófico, te da por reflexionar un segundo sobre, Kundera me perdone, la insoportable levedad del ser; tanto esfuerzo por aumentar el caudal de la hijoputez para acabar, como todos, siendo menú de gusanos o un puñado de ceniza. Literalmente, tanta gloria lleven como paz dejen o, en términos más prosaicos, uno menos.
Es curioso que estos difuntos que me son casi indiferentes hayan sido los primeros en venirme a las teclas, cuando lo que yo pretendía —y de hecho, pretendo— es dedicar estas líneas a la memoria de Manolo Preciado, que era justo lo contrario de lo que acabo de describir. Será, supongo, porque aún no he sido capaz de poner en orden el tropel de sentimientos que me ha provocado desayunarme con la noticia de su fallecimiento. ¿Cómo es posible que la desaparición de alguien con quien no tenías el menor contacto te alcance de lleno en la boca del alma? No tengo respuesta y creo que no quiero tenerla.
De vez en cuando hay que mandar a la razón a darse un garbeo con su escuadra, su cartabón y su tiralíneas. Además, aquí no hay mucho que explicar ni sobre lo que levantar grandes teorías. Es el terreno de los poros de la piel y de las entrañas. Simplemente, acusas el golpe o no lo acusas. Y yo estoy en el primer caso, dejándome invadir sin intención de oponer resistencia por pensamientos que un día cualquiera mantendría a raya. Pero hoy no, porque ha muerto un antihéroe, una persona buena en el sentido machadiano, alguien que calló mucho más de lo que dijo, que llevó por dentro un sufrimiento intolerable y, sobre todo, que no dejó nunca de ser un tipo normal. No quedan muchos.