Lleva uno los suficientes años en esto como para anticipar determinadas reacciones a lo que escribe. Confieso, no obstante, que me había quedado muy corto al calibrar el integrismo de buena parte de los que promulgan el derecho a satisfacer su deseo (no diré que ilegítimo) de paternidad o maternidad subcontratando —uy, perdón, subrogando— el local para la incubación del futuro vástago. Comprendo —porque es humano, y que tire la primera piedra quien no lo haya hecho— tratar de justificar a base de argumentos de pata de banco los comportamientos propios que cualquiera que no se haga trampas al solitario sabe que no son de recibo. Pretender imponer esas falacias como la rehostia del progresismo manda muchos bemoles. Por diez millones de motivos obvios, pero especialmente por uno básico: comerciar con vidas aprovechando una situación de superioridad es reaccionario hasta la náusea.
Así que no, no me falta información. Ya conté que empecé en el prudente (¿o cobarde?) culebreo opinativo: no, sí, bueno, es que… Pero después de leer mucho, y más a favor que en contra, ojo, no ha lugar a media duda. Salvo en contadísimos y aun discutibles casos, la pretendida gestación altruista ni es admisible ni cuela. Al final, manda el dinero. Dineral, en realidad. Y sobre el tipo de transacción, les copio y pego lo que cacarea uno de los abundantes anuncios de las agencias que se dedican a este trapicheo infame: “Nuestros paquetes tienen intentos ilimitados y precios cerrados. Sin sorpresas”. Exactamente igual que un crucero por el Nilo. Compre un hijo a juego con los visillos. Y abogan a gritos por que sea legal.