Aquel calentador de butano que de niño me parecía un dragón; giraba una y otra vez el grifo rojo para contemplar, maravillado, la llamarada. El frigorífico Edesa que funcionaba a 125 y que con un transformador antediluviano encima y ni sé cuántas capas de pintura plástica aguantó hasta que terminé la universidad. La primera lavadora superautomática que guarda mi memoria, aunque fuera en la casa de una vecina porque en la mía no había posibles para esos lujos. Una gorra que decían que había llevado Txomin Perurena clavada con chinchetas en la grasienta pared de un bar de barrio… Fagor no es solo la enésima empresa que se va a pique dejando a verlas venir a miles de trabajadores. Es, además, un trozo de la historia sentimental de las generaciones que asistimos a la entrada en las casas de comodidades impensables para nuestros abuelos y a los albores de lo que luego supimos que se llamaba consumismo. Y, de propina, cuando tuvimos edad para comprender la diferencia entre una compañía convencional y una cooperativa, el descubrimiento de que había otro modo de salir al mercado y triunfar.
Seguramente por todo ese bagaje vital, cuando hace unos meses empezamos a recibir noticias sobre las dificultades por las que atravesaba, dimos por supuesto que se encontraría cómo volver a levantar cabeza. ¿No se habían sorteado antes tres, cuatro, cinco crisis? Pues esta, también. Pero hoy los titulares demuestran que estábamos equivocados, al tiempo que nos hacen poner en barbecho algunos de los principios básicos que nos dan a comer como potitos de un tiempo a esta parte. Por lo visto, no siempre es mano de santo lo de la inversión en I+D, la internacionalización ni la competitividad obtenida tocando las nóminas. Hay ocasiones —y esto debería servir de enseñanza para todo tipo de empresas y trabajadores, por doloroso e injusto que suene— en las que hacer las cosas bien no garantiza el futuro.