Aunque seguramente me afectará por alguna derivada diabólica de la globalización, por el cabrito del Efecto Mariposa o por puro azar, no tengo nada demasiado florido que opinar sobre la expropiación (¿o es renacionalización?) de YPF. Sigo el caso, entre otras cosas, porque me toca informar sobre un asunto que objetivamente es noticia de relieve y alpiste mínimamente digno para soltar a mis queridos contertulios de Gabon en Onda Vasca. Vamos, que domino los cuatro rudimentos para no desbarrar en exceso, pero ando lejos de estar en condiciones de largarme una conferencia magistral que contenga la verdad revelada e irrefutable.
Por lo que veo, una vez más soy la vergüenza de mi profesión —y en general, de los pobladores de las redes sociales— porque todo el mundo parece manejar hasta las claves más recónditas de la cuestión. Confieso, incluso, que para no pasar por el patán que evidentemente soy, he acariciado la posibilidad de sumarme con fingido entusiasmo a cualquiera de los dos bandos principales de expertos sobre la materia que he detectado. Lo más normal habría sido alinearme con los teóricamente míos, pero qué quieren que les diga, no me sale de dentro hacerle la ola roja a una presidenta que no tiene más ideología que seguir apoltronada. ¿La nueva Evita? ¡Venga ya! Pero si no da ni para un cuarto de musical de Broadway… ni de Torrelodones.
Y tampoco hay sitio para mi en la otra facción de eruditos, la de los que están a un cuarto de hora de mandar a los tercios para defender el honor herido y la presunta pasta gansa de la madrastra patria. Reconozco, eso sí, que estos me resultan altamente divertidos. Esa congoja neocolonialista, ese ardor legionario tan cegador que hace indistiguible la nación y la empresa o ese ultraliberalismo montaraz que clama ahora por medidas proteccionistas de autarquía bananera son un grandioso esperpento. Definitivamente, me quedo al margen.