Resultan fascinantes las denominaciones que mienten de serie. En Donostia, por ejemplo, se sigue llamando quincena musical a algo que se prolonga durante casi un mes. No hay tres pies que buscarle a ese gato. Simplemente ocurrió que para cuando el número de actos programados reventó las costuras del calendario, la marca original ya estaba firmemente instalada y, aunque ya no era fiel a su propio enunciado, no procedía el cambio. Menos inocente es el caso de lo que, alegres y confiados, designamos como paga extraordinaria.
Puede que hubiera un tiempo, efectivamente, en que la percepción de una propina equis estuviera sujeta al arbitrio y la magnanimidad de un mandamás paternalista. Incluso aunque el sobresueldo se sostuviera en una costumbre más o menos generalizada, no había ninguna garantía de cobrarlo. Por eso cabía hablar con propiedad de paga extraordinaria. Desde hace unos lustros, que para algo tenía que servir la lucha obrera, esa retribución está específicamente consignada en los convenios y/o los contratos. Es decir, que para las afortunadas y los afortunados cuya relación laboral se rige por tales documentos en vías de extinción, el ingreso se ha vuelto tan ordinario como la mensualidad de marzo o noviembre. Pura masa salarial, que se dice ahora.
Por inercia, por tradición, porque en el fondo somos niños grandes y nos gusta crearnos la ilusión de cobrar el doble un par de veces al año cual si nos hubiera caído del cielo, hemos perdonado la vida a un término —extra— que ya no hace honor a la realidad. Nadie imaginaba, por lo visto, que los recortadores se colarían por ese boquete psicológico y conseguirían presentar como algo perfectamente presentable la supresión de lo que en el imaginario colectivo sigue figurando como una dádiva generosa. El señor nos lo da, el señor nos lo quita. De momento, este año y no a todo el mundo. Veremos qué pasa el que viene y los siguientes