Mejor que nos vayamos aplicando el chiste del monaguillo insistente. Los deseos de la señorita Rotenmeyer, también conocida como Angela Merkel, son órdenes. Si la canciller de plomo dice que las subidas salariales deben bailar al ritmo de la productividad, así será más temprano que tarde. Quitando al cachondo de la patronal madrileña que dijo que la tal productividad era cosa muy germana y nada hispana, le están saliendo apóstoles como setas a la doctrina neofordista. Algunos, incluso, con pedigrí rojizo, como la consejera de trabajo de la CAV, Gemma Zabaleta. Bastará un par de noches de nicotina, cafeína y trueque de favores en Moncloa para que también a Cándido Méndez y Fernández Toxo la fórmula les parezca un mal menor. Sapos más gordos se han tragado.
Conste que a mi tampoco se me antoja un contradiós. Ni siquiera un contramarx. Si supieran venderlo mejor, en lugar de la palabra “productividad”, que evoca la cadena de montaje de “Tiempos modernos”, deberían hablar de beneficios. ¿Están dispuestos a vincular los sueldos a los beneficios? Ahí está el truco: solamente en tiempos de vacas flacas, es decir, cuando no los hay. En cuanto vuelvan los números verdes bien cebados, ya no les resultará tan atractiva la idea. Se trata de repartir la miseria, no la abundancia. En tiempos de bonanza resulta más rentable la receta hasta ahora en vigor, o sea, la vinculación con el IPC.
Capacidad adquisitiva
Sobre este método, siempre me he preguntado qué les hace suponer a los sindicatos que es el más razonable. De entre los timos de la estampita que tragamos sin rechistar, pocos son tan escandalosos como el santificado Índice de Precios al Consumo. Es todo un prodigio que lo que nuestro bolsillo nos demuestra dolorosamente que se ha puesto por las nubes, a la hora de convertirlo en los dígitos oficiales que nos ofrecen cada mes se haya quedado en una minucia. Se me caen las lágrimas cuando en enero le llega a mi ama una paga extra (qué rostro, llamarla así) de cuatro euros y veinticinco céntimos por la desviación del IPC de marras. Y con un par te dicen que con eso queda empatada la economía doméstica o, según el eufemismo al uso, que se compensa la pérdida de capacidad adquisitiva.
Será cuestión de ver si palmamos o no -y cuánto- fiando los hipotéticos incrementos de nuestro jornal a la dichosa productividad. ¿Cómo la medirán, por cierto? En el ejemplo clásico, la fábrica de tornillos, no parece complicado. Pero, ¿y en una empresa de pompas fúnebres, por ejemplo? Creo que prefiero no saberlo.