La compraventa de bebés para parejitas con encanto y parné ha venido para quedarse. En cualquier recodo del camino aprovecharán para legalizarla cual si fuera, hay que fastidiarse, una técnica de fertilidad como otra cualquiera. Por algo es una vaina exclusiva de los sectores sociales de la parte alta de la pirámide. No hablo exactamente de multimillonarios excéntricos, sino, un par de peldaños más abajo, de élites con el riñón bien cubierto y el desparpajo suficiente como para intentar hacer creer a los demás que mercadear con la vida humana es un derecho inalienable. Es verdad que al principio intentan disfrazarlo hablando del legítimo de deseo de maternidad o paternidad, del altruismo de las donantes o milongas similares, pero en cuanto ven que no cuelan, acuden al Adam Smith de toda la vida. Cuestión de oferta y demanda. Si hay una mujer dispuesta a vender y un individuo o una pareja dispuestos a comprar, no hay más que hablar.
La irrefutable y escalofriante demostración de que este es el principio que rige para los tratantes de úteros al por mayor estuvo el pasado fin de semana en una feria monográfica llamada Surrofair que se celebró en Madrid. Les invito a leer las decenas de reportajes, incluso los favorables, que se han publicado sobre el evento. Pondrán a prueba su capacidad de asombro. Paquetes con diferentes precios según la nacionalidad de la hembra reproductora. Garantía de devolución en caso de que la criatura no cumpla con las expectativas. Seguro que cubre varios intentos hasta dar con el satisfactorio. E incluso segunda unidad (o sea, un gemelo) a mitad de precio. Repugnante.