En un empeño inútil, siempre he tratado de mantener a raya mi euroescepticismo congénito chutándome dosis del entusiasmo que les sobraba a muchos de mis bienintencionados amigos que sostienen ardorosamente que el conglomerado continental es nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida como pueblo. Son muy buena gente, con la cabeza perfectamente amueblada y argumentos que lucen sólidos. Como es de cajón, son abertzales desde el meñique del pie izquierdo a la coronilla. Esta es la primera vez que me atrevo a decirles -jamás lo he hecho en privado- que me consta que sólo se envuelven en la bandera azul con estrellitas para taparse el fierro rojigualdo que, velis nolis, llevamos marcado. Soñándose europeos evitan recordar que a todos los efectos siguen siendo españoles.
Tal vez haya llegado la hora de revisar esa fantasía voluntarista. El trato a los arrantzales, la política agraria común que se pasa por el forro a los baserritarras o la bendición de la ilegalización de Batasuna nos podían haber servido como pista y enseñanza. Para las sacrosantas instituciones europeas, este trocito del mapa es tan España como Vitigudino. Y, como prueba del nueve definitiva, la sentencia contra las llamadas minivacaciones fiscales, que el Tribunal de Luxemburgo ha ventilado talmente como si fuera un pleito de vecindad. Entre españoles, por supuesto.
Siendo grave, lo de menos es el pastón que habremos de pagar en este tiempo de estrecheces. Peor es la lección -más bien, el escarmiento- que se nos ha querido dar. Ahora ya sabemos que esa autonomía fiscal que nos enorgullecía y que, bien utilizada, nos ha servido para capear temporales, es pólvora mojada. Cualquier prójimo tiñoso y querulante -y estamos rodeados de ellos- tardará en un padrenuestro en irse con el cuento al señorito europeo cuando vea que a nuestro lado de la linde los tomates crecen con más lustre. Y se saldrá siempre con la suya.