Perdí la cuenta de las veces que en Ocho apellidos vascos se hace una chanza sobre el peinado de la protagonista femenina. No se me pasó por alto, sin embargo, que en cada una de ellas, la respuesta de la sala abarrotada fue una estentórea carcajada, acompañada con hipidos, palmas, y en el caso del ser humano que tenía a mi izquierda, puñetazos en el reposabrazos de la butaca. Y así, con absolutamente todas las guasas requetesobadas que espolvorean el guion —por llamarlo de alguna manera— de la película que, conforme a lo previsto, ha reventado las taquillas en el primer fin de semana de su estreno y que gracias al boca a oreja y a la promoción salvaje lo seguirá haciendo en las próximas fechas.
¿Es ahora cuando me pongo estupendo y les aconsejo que, si no lo han hecho ya, no pierdan ni su tiempo ni su dinero echándose a la retina una amalgama de chirigotas que se sabrán de memoria a nada que hayan visto media docena de sketches de Vaya Semanita? Pues miren, no me da el ego para tanto. De las seiscientas bulliciosas almas que llenaban el cine, la única que al encenderse las luces tenía cara de sota era la mía. Sé cuándo estoy en abrumadora minoría, del mismo modo que soy capaz de reconocer que en caso de tan aplastante desequilibrio, lo más probable es que el equivocado sea yo.
Confieso, además, que todo lo que no me reí frente a la pantalla lo estoy compensando con el despiporre que me provocan ciertas lecturas sobre el presunto mensaje de la cinta. Es intolerable que echen sacarina a la ETA, claman unos. Indignante burla al pueblo vasco, se encabritan otros. Un poco de chiste sí somos.