Decir la verdad se ha convertido en un problema. Lo paradójico es que lo sea en una época en que disponemos de inmensos caudales de información y multiplicidad de fuentes para conocer la verdad de lo que ocurre, vieja ilusión del ser humano desde que fuera expulsado del paraíso de la ingenuidad. Es algo paradójico que más información no signifique más certeza, sino mayor confusión, motivada por los usos restrictivos de la comunicación y la oscura gestión de sus contenidos en los ámbitos políticos y profesionales donde la verdad y su transmisión pública son percibidas como amenazas. La crisis económica y de valores que sacude a Occidente ha destapado la perversa relación entre las malas artes financieras y las estrategias de comunicación aplicadas a las mismas. Para que se produjeran tantas actuaciones empresariales fraudulentas y tanta dejación gubernamental, que inevitablemente habrían de concluir en una sucesión de quiebras privadas y ruinas de economías nacionales, era indispensable que este proceso estuviera recubierto por un manto de opacidad informativa. La especulación y la opacidad -la codicia y la mentira- han sido socias en este descalabro y ambas son el enemigo de la recuperación económica y la regeneración democrática de los estados.
La gestión informativa de la verdad nos sitúa en esta encrucijada: si cuentas toda la verdad puedes causar alarma. Si la niegas, engañas. Si la ocultas, defraudas. Si transmites solo una parte, falseas. Y si la retuerces retóricamente, manipulas. Ahora está de moda acusar de alarmistas a los emisores de la verdad, lo que no es más que un reflejo de la degradación ética de quienes pretenden salvarnos de la realidad con el mismo viejo paternalismo con que se esconden algunas verdades crueles a un niño y que este intuye. Obviamente, el propósito del recorte informativo no es ahorrarnos sufrimientos, ni evitar mayores destrozos del crédito nacional, sino tapar la pésima gestión de los gobernantes y sus manirrotas políticas de gasto.
Hagamos un poco de memoria, sano ejercicio para escarmentados. Desde el inicio de la crisis el opositor Rajoy no cesó de denunciar el progresivo deterioro económico español, a lo que Zapatero replicaba con amonestaciones de antipatriota, catastrofista y falaz. Y así se estableció una pugna entre la apariencia y la realidad en un lento aplazamiento de la verdad oficial que finalmente se impuso con todo su dramatismo. Zapatero fue un prodigioso escapista porque le faltó el coraje moral que exige enfrentarse sin temor a la responsabilidad de los hechos. ¿Acaso contribuyó Rajoy con sus críticas a menoscabar la imagen internacional del Estado, cuyo derrumbe era innegable? ¿Debería haber sido cómplice del silenciamiento de la ruina española? ¿Y cuánto menos grave sería hoy el escenario económico y laboral si hubiéramos sabido la verdad a tiempo y haber anticipado algún remedio?
La doctrina Zapatero
Una situación similar se ha producido recientemente en Euskadi. El presidente del EBB del PNV, Iñigo Urkullu, reveló en una comparecencia de prensa la delicada situación financiera del Gobierno López a partir de los datos disponibles y la llamada de auxilio realizada por el consejero Ares a los jeltzales. A la comunicación pública de Urkullu respondieron con virulencia el lehendakari, sus consejeros, el PSE y el poder mediático que los protege, acusándole de alarmista y haber puesto en entredicho la imagen de Euskadi y su solvencia. Todos ellos siguieron al pie de la letra la doctrina negacionista de Zapatero: esconder la exacta realidad de las cuentas del Gobierno y culpar a quien demanda conocerlas de asustar a los prestamistas. «Jugar con la credibilidad de Euskadi afecta a las condiciones crediticias, también de las empresas y de las familias, afecta a todo el país«, dijo López en el Parlamento. No, esto no es un juego y lo que incide negativamente sobre todos es la omisión de la verdad. Saber entera la verdad es el primer derecho de un ciudadano libre.
¿Y qué se supone que debía haber hecho y dicho Urkullu? ¿Callar la verdad o minimizarla? ¿Hacer dejación de su responsabilidad opositora? ¿Por cuánto tiempo? ¿Y para qué, para que los costes de la gestión de López nos salgan aún más caros y que su herencia sea aún más insoportable? El presidente jeltzale estuvo a la altura de la responsabilidad exigible a un político que piensa a largo plazo. Podría haberse callado, pero su silencio encubriría una coyuntura económica cuyos datos todavía se nos prohíbe. Decir la verdad hoy es casi un deber revolucionario y ciertamente la única respuesta frente a un mundo embustero.
Al final, la refriega ha quedado en un mero asunto semántico. ¿El problema era si Urkullu dijo o afirmó la palabra quiebra y puso en circulación el valor aterrador del dichoso vocablo? Pero el presidente del PNV no introdujo un debate sobre palabras, con el que nos han distraído los socialistas y sus patrocinadores mediáticos, sino un asunto tan fundamental como la verdad y el derecho a su conocimiento. Lo llamativo, por incoherente, es que el PP, que tantas energías empleó en el Estado para sacar a Zapatero del engaño sobre las cuentas públicas, se adhiera en Euskadi al discurso evasivo de López. Si la clase política desea salir del desprestigio en el que está instalada tendrá que adoptar la transparencia informativa -¡la sinceridad!- como su principal compromiso del que se derivaría toda una catarata de renovaciones.
Dolor de la verdad tardía
Vivimos sacudidos por las malas noticias económicas: es la verdad tardía que aparece después de mucho tiempo de engaños y falsas realidades. Y no es que los medios de comunicación tengan especial interés en hacernos más amarga la crisis. Durante las décadas pasadas hubo más que una burbuja financiera y un globo inmobiliario, entre otras fechorías. También tuvimos, vinculadas a esta ficción de feliz bienestar, una inmensa burbuja informativa en la que nos mantuvieron la economía de mercado y los estados. Ahora, la verdad escondida tantos años replica con fiereza, porque una verdad retardada se vuelve explosiva. Nuestra sorpresa dolorida es proporcional a la larga ignorancia de las cosas que estaban aconteciendo.
A veces tengo dudas sobre si los ciudadanos amamos saber la verdad, como las tengo sobre nuestra capacidad para participar en las decisiones que nos afectan, la corresponsabilidad democrática. Un país como España, que tiene pereza intelectual -y ética- por el esclarecimiento de los crímenes de la dictadura y transita desmemoriado hacia el futuro con tantas deudas pendientes y sin distinguir lo auténtico de lo falso, no está en la mejor disposición para gestionar las certezas de cada día. Del miedo a la verdad se aprovechan los poderes para apropiársela y dosificar o negar su información. De hecho, los estados y las iglesias nos han convencido de la obligación de guardar ciertos enigmas públicos por conveniencia de nuestra propia seguridad, un pretexto que esconde el objetivo de expropiarnos la verdad. ¿Acaso la Iglesia católica no recibe ahora un reproche multiplicado por todo el tiempo que ocultó secretamente la certeza sobre la pederastia de algunos clérigos? Este es nuestro problema: liberar la verdad del dominio de los poderes económicos, políticos y doctrinales, sabiendo que la verdad nos hará más felices si sabemos admitir a la vez su crudeza y su grandeza.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ. Consultor de comunicación