Cómo morir cuatro horas al día

 

Cuatro horas, 240 minutos, es el promedio español de consumo televisivo por persona y día, según informe de Barlovento Comunicación. ¡Malgastar una sexta parte de la existencia delante del televisor es una tragedia absoluta! Serían trece años fallidos de ochenta de vida. En Euskadi es algo menor, 228 minutos, contando la visión en directo y la diferida. De un análisis más fino se deducen datos más preocupantes, como que los ancianos se enajenan ocho horas diarias con la tele. Eso no es envejecimiento activo, sino muerte a cámara lenta. Y si a esto añadimos los excesos en el uso de las tecnologías digitales, puede decirse que vivimos de prestado. ¿Por qué se oculta que la adición audiovisual es uno de los graves problemas de la sociedad? Quizás porque el vigente sistema de miedos y la industria del entretenimiento les conviene mantenernos atados y navegando ciegos y en calma chicha. Ganarle libertad a las pantallas es un gran propósito para 2018. Inténtelo, por su autoestima. Háganse esta pregunta sobre la gestión de su tiempo: ¿Cuándo es tiempo de espera y cuándo tiempo perdido?

Mientras tanto, las cadenas líderes escapan del tratamiento ético de los sucesos. Hace décadas se denominaban sucesos a los crímenes y homicidios. Los periódicos apenas informaban sobre ellos, dejando el festín morboso a El Caso, un semanario infernal especializado en truculencia. Telecinco y Antena 3 han hecho suyo su legado, con lo que gracias al terrible asesinato de Diana Quer están incrementado su caudal de espectadores: hay sed de sangre, pues si acostumbras a las masas a su sabor dulzón éstas terminan por cogerle el gusto. Llevaban meses carroñeando con la víctima.

Por fortuna, la televisión pública vasca ha sabido narrar con honor la desaparición del joven Jon Bárcena. Imaginen el destrozo humano si este asunto cae en manos de Ana Rosa y Griso. En fin, estamos en el año de la felicidad y hoy regresa El Conquistador a ETB2. Hagan el favor de no alargarlo artificialmente, como el chicle. ¡Buf, chicle, una palabra brutal estos días!

El rey que rabió

Felipe VI de España no es el rey sol, Luis XIV de Francia; pero tal alucinación debió experimentar la pasada Nochebuena al comparecer en televisión, en todas las cadenas menos las rebeldes, ETB y TV3, para ofrecer su previsible mensaje. Su pose, sus palabras y sobre todo sus silencios denotaban la soberbia de quien exige la pleitesía de la escucha. Días antes, los medios monárquicos habían creado cierta expectación sobre su intervención tras su derrota del 21-D. ¿Reconocería el fracaso de su lamentable y agresivo discurso del 3 de octubre, precursor de la liquidación de la autonomía catalana por la banda del 155? Nada de eso: un rey no se doblega ante la plebe. Habló de Catalunya, pero no para brindar por los soberanistas, ni lamentar la prisión y el exilio del legítimo Govern. Y dijo lo obvio: que nadie puede imponer sus ideas. Pues mire usted, señor Borbón; eso es, incoherentemente, lo que ha producido España en Catalunya, su brutal sometimiento a una ilegítima legalidad.

Ante más de ocho millones de españoles y unos doscientos y pico mil vascos a punto de comerse los langostinos y el jamón, Felipe cruzó las extremidades inferiores y leyó lo escrito en el teleprónter. ¡No se cruzan las piernas cuando se habla con autoridad ante la gente! Es una figura indecorosa, según los manuales básicos de protocolo. Fíjese en Isabel II, cuya sencilla pompa le permite sentarse ante las cámaras con corrección y disposición amable. Es evidente que este rey ha recibido clases de comunicación. Es mejor actor que su padre, pero se le nota artificial, sin emoción ni convicción. No ha entendido nada: no es el atrezo, los planos cortos, la barba bien cuidada y la corbata lo importante, sino la sinceridad del mensaje, el tono intensivo, de corazón, de lo que se transmite, porque son tus propias palabras, no las del «negro» de Moncloa.

Para que haga sol de noche, y más en Nochebuena, se necesita más que un actor con corona y filigranas. Haría falta que el orador poseyera la dignidad de su derecho ganado en las urnas y menos arrogancia.

Lo malo es siempre inútil

¿De qué han servido las elecciones catalanas? Políticamente no han sido útiles, porque las cosas quedan como estaban, y aún peor, con varios candidatos en prisión o desterrados y la posibilidad esperpéntica de que el aspirante a presidir la Generalitat no pueda comparecer ante el Parlament a riesgo de ser detenido. A la televisión sí le han venido bien, al proporcionarle horas y horas de charla e informativos. Catalunya es el chollo de las tertulias, como lo fue Euskadi durante años, que en España sirven para la destilación del odio, no poco, que existe contra los legítimos anhelos de independencia. La noche audiovisual de Santo Tomás fue de las imprescindibles, un gozo, por el espectáculo de la crispación y el alboroto de las palabras irritadas de los comentaristas, enojados por los resultados favorables a los partidos soberanistas. La tristeza de la intransigencia es la alegría democrática.

Quizás por eso los índices de audiencia fueron más bajos de lo que era previsible. De hecho, ganó Telecinco con su serie La que se avecina, con más de dos millones y medio de espectadores, muy por delante de La Sexta, la cadena de los eternos debates inútiles. Si en Catalunya ha existido una epopeya de la libertad, en los medios españoles se ha desarrollado una épica de la manipulación que debería ser objeto de minucioso estudio. Pocas campañas han sido tan sucias como la del 21-D, en la que se han implicado personalidades y grupos que creíamos serios, para avalar ante la opinión pública la aplicación del 155 y el encarcelamiento de dirigentes por motivos ideológicos. Todo, la tele alocada por la reconquista de Catalunya, ha sido inútil. Fueron a por ellos y se han quedado sin nada. Hasta el éxito parcial de Arrimadas es infructuoso.

Habrá dos o tres meses de resaca. ¿Aprenderán España y sus líderes mediáticos de la torpeza de los esfuerzos inútiles? En Europa ya toman nota. Y falta que Catalunya, viéndose hendida en dos mitades, se diga a sí misma lo que se dicen las personas honestas en crisis: “Tengo que hablar conmigo”.

Aprendiendo a despertar

Gran Hermano no acepta su defunción. El decano de la telebasura española falleció el pasado jueves, a los 18 años, víctima de su propia miseria y después de una penosa existencia repleta de escándalos, degradaciones, ataques a la intimidad y una presunta agresión sexual. La última final ha sido la menos vista de su ominoso periplo, con poco más de millón y medio de espectadores, a enorme distancia de los nueve millones iniciales y de los casi cinco de las ediciones intermedias. Una muerte inevitable, a pesar de las transfusiones administradas por el dottore Vasile y el enfermero de guardia, Jorge Javier Vázquez. El reality se sostenía vegetativamente por la inercia de la veteranía y los delirios paranoicos de sus éxitos de audiencia.

Los muertos vivientes se creen inmortales y quedan mal enterrados. De ahí que ya se anuncie su regreso en 2019, tras una parada de dos años, para reciclarse; pero esta táctica informativa es más para mitigar el mal perder de Telecinco que por verosímil. Nos anticipan que volverá con Mercedes Milá, su majestad la reina de la casa encantada; porque ella y solo ella, con su donaire y osadía, es Gran Hermano, su diosa y su sentido. La catalana no ha ocultado su gozo por los malos resultados de esta temporada. Su ego ha salido reforzado en la presunción de que el fracaso se debe en parte a su ausencia. Milá se siente imprescindible, eterna. Y Jorge Javier, el usurpador, le dejaría paso libre para seguir en la portavocía de la maledicencia.

Pero no, GH ha muerto. Ya ha causado suficiente daño y ganado bastante oro. Lo sustituirán por otro engendro, porque la factoría del entretenimiento funciona a tres relevos. Viajan por el mundo, contratan ideas demenciales, ensayan en laboratorios de psicología social, acuden a clases de repugnancia. Aún hay mucha ignorancia y vacío existencial, el filón que explota este negocio. Alguien tiene que acompañar a tanta gente sola. Y como aprender a vivir en soledad es aprender a morir, existe la industria del pasatiempo. Vete al infierno, Gran Hermano.

 

El sastre de la Transición hacía chaquetas nuevas

Quizás vieron ustedes a millones de españoles celebrando, alborozados, la Constitución. Yo sólo vi a autoridades y vips festejándola con canapés sobre mullidas alfombras, en Madrid, y a un puñado de jóvenes del PP, en Bilbao, repartiendo copias del texto del 78; como pude ver hace poco, en Londres, a islamistas regalando ejemplares del Corán. ¡Convertíos, infieles!, decían sin decirlo unos y otros a la mayoría indiferente. TVE hizo algo parecido el miércoles, relatándonos la epopeya de un engaño que, no sin suficiente razón, titularon De la ley a la ley, la estampita. El telefilm justifica la fechoría del leguleyo que ideó la legitimación del franquismo como paso previo a una democracia tutelada, cuyos abominables vicios y carencias aún padecemos.

La narración no es neutral. Es la apología de un fraude sin precedentes. Con tres protagonistas: Juan Carlos de Borbón, Adolfo Suárez y el más listo, Torcuato Fernández-Miranda. Aquel trío trilero fraguó el timo que llamaron “la ejemplar Transición”. Con desvergüenza y una épica de cartón piedra lo describen al modo que Cuéntame lo que pasó recuerda cómo un estado social de ignorancia y miedo favoreció el cambio de chaqueta de la clase dirigente que, de un día para otro e invocando la amnesia, pasó de fascista convencido a demócrata sin tacha. Arranca con el atentado de Carrero y concluye con las elecciones del 77, pasando por la muerte del tirano, la designación de Suárez, la ley de reforma política y la legalización del PCE. Hasta inventaron el bunker como hechizo cómico. Si como documento histórico es una farsa, como película es un coñazo, apenas visto por el 9% de la audiencia. Nunca se han visto caracterizaciones más torpes del mago Torcuato y sus contemporáneos.

Mientras, TVE guarda en el congelador de la censura varias series y películas históricas rodadas o compradas en época de Zapatero, que costaron más de 18 millones. Los devotos de la Constitución temen su verdad malnacida. Hoy podríamos reprochárselo, diciéndoles: “España, eres peor que una esperanza”.