Que no cuenten conmigo para el linchamiento público del ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, por mucho que, como al resto de los ciudadanos, me repugne la historia de supuestos delitos fiscales, blanqueo de capitales y cadena de embustes que implican a su esposa e hijos, un escándalo ahora desvelado y, por qué no decirlo también, debidamente magnificado por los medios de comunicación del sistema. Y aunque la compasión no se hizo para confortar a los grandes culpables, siento pena por Pujol, que empezó por engañar a su propia hermana con la herencia recibida de su padre y mintió larga y groseramente a los catalanes. Es inimaginable una conducta más ruin y una situación peor para cuantos creyeron en él. ¿Pero cuál es la dimensión y la certeza real de este asunto?
Pujol, ya desposeído de títulos y prebendas, su familia y también su partido han iniciado un calvario, con final trágico, al que no me interesa asistir junto a un gentío de rufianes que si pudieran imitarían y aún superarían las grandes tropelías de los poderosos y que, por cortedad y cobardía, se conforman con sus pequeñas y cotidianas bajezas. Hay, sin embargo, un extremo político que conviene analizar, por los efectos que causará en la política local y sus demoledoras consecuencias sobre el modelo democrático. Si algún partido rival de CiU, excepto los emergentes, cree que conseguirá sacar provecho de esta situación se equivoca de parte a parte. Las proporciones del escándalo salpican al universo de la sociedad catalana y a la totalidad de su clase dirigente, por lo que transcurrirán años antes de que los ciudadanos obtengan alguna ilusión de cualquiera de sus mandatarios. Cuando se pierde la fe en el mayor, se deja de confiar en cuantos quedan por debajo. Además, ¿alguien puede asegurar que la difusión de las andanzas ilegales de los Pujol es ajena a los manejos del Estado y al uso y abuso de los instrumentos policiales y judiciales en el contexto del proceso soberanista catalán? La podredumbre del sistema tiene tanto que ver con la corrupción como con el pillaje institucional y las maniobras de control de la información.
De hecho, las primeras valoraciones sobre el caso Pujol se centraron en señalar, precipitadamente, que la consulta catalana del 9-N quedaba tocada de muerte. ¿Expresaban una realidad o un deseo? Pertenece a la peor especie carroñera de la política este impulso de descrédito de la opción soberanista, en la que están involucradas fuerzas muy diversas, al asociarlo con el escándalo -muy particular- de los Pujol. Con parecido argumento podría decirse que España debe desaparecer por el caso Gürtel-PP o cabría solicitar la disolución de Andalucía tras el fraude socialista de los EREs. En un país donde su democracia vale tan poco, todo vale, de la mentira a la vileza y del exabrupto al cainismo.
La verdad y la exageración
Un procedimiento infantilmente perverso en la malversación de la verdad es la exageración: una verdad inflada se percibe como el mayor de los embustes. En esta estrategia de desmesura andan enredados el Estado y la derecha mediática. En la información que se nos suministra, de fuentes difusas, supuestamente policiales, se cuantifica un día la fortuna de los Pujol en 1.800 millones de euros (El Mundo); y otro día, la cifra sube a 2.000 y hasta 3.000 millones por presunto blanqueo de capitales (La Sexta). Al margen de la veracidad de estos datos, el propósito de las noticias sin dueño es magnificar al extremo la riqueza acumulada y dotar al clan Pujol de una imagen mafiosa, con datos no contrastados y revelación de hechos y cantidades no acreditados, todo ello al calor del conflicto político que plantea Cataluña y con ánimo de perjudicar al nacionalismo y específicamente al proyecto independentista.
En este contexto, donde la confusión es intencional, es imposible distinguir la verdad de la fábula. Y a todo esto, se suma la leyenda de que la corrupción de Pujol y tal vez de CiU tiene 34 años de historia, que toda Cataluña lo sabía, el mito del 3% de comisión y el supuesto papel de Marta Ferrusola, sobre quien se cuenta ahora, solo de oídas y a base de chismes y murmuraciones, un siniestro cometido de matriarca todopoderosa y malhechora. ¡Qué baboso espectáculo el de las acusaciones inquisitoriales y a coro entre quienes propagan información contradictoria y quienes se lo creen todo como remedio de su vacío existencial! Por si fuera poco, el caso adquiere características de vodevil barato con la participación estelar de una mujer despechada, ex amante de un Pujol, dispuesta a la vendetta y que ya se pasea por los platós como en los mejores programas de habladurías y morbo popular.
Estar dispuesto a la verdad es incompatible con el enrarecimiento informativo y la desmesura. La confesión inicial del ex presidente señala un propósito táctico: antes de que se hagan públicas sus posibles corruptelas, ha optado por relatar la verdad de sus dineros opacos en el extranjero. Pujol se ha inmolado y queda para la historia como el líder que engañó a su pueblo y defraudó su confianza durante décadas. Con todo, tiene derecho a no ser más culpable que la medida de sus actos ilegales y demostrables y a no ser utilizado como arma arrojadiza contra aspiraciones nobles y legítimas. Que el proceso contra la familia Pujol se convierta en una causa general contra la Cataluña soberanista sería lo peor que podría suceder, lo más indeseable. Los poderes mediáticos y del Estado ya lo están planteando en estos términos.
El PP enciende el ventilador
Tenía que ocurrir. El modelo comunicativo de Antonio Basagoiti ha dejado huella en el PP vasco. Aquella estrategia consistía, según su propio reconocimiento, en hacer declaraciones altisonantes para ganar alguna relevancia pública en el escenario político de Euskadi y combatir de modo tan resonante su marginalidad social. Primero, la joven e inexperta secretaria general de los conservadores regionales, Nerea Llanos, y, después, su antecesor, Iñaki Oyarzabal, han insistido en este grotesco método insinuando que el caso Pujol podría tener su versión en Euskadi de la mano del PNV. ¿Con qué argumentos y datos respaldan tan sibilina y rastrera acusación? No los han expuesto, pero su mejor explicación es que tantos años en el poder constituyen una prueba categórica de inevitable corrupción. ¿Lo dirán acaso por su propia experiencia?
Hay muchas diferencias entre el PP y el PNV, sobre todo históricas y programáticas. Una es que el nacionalismo vasco ha gobernado las instituciones casi siempre en coalición, mientras la derecha española lo ha hecho en solitario allí donde los ciudadanos le vienen otorgando su confianza desde hace décadas: Madrid, Valencia, Galicia, La Rioja, Baleares y otros territorios ofrecen testimonio de esta exclusividad. Y otra es que en el Partido Nacionalista Vasco tiene muy pocos episodios de los que avergonzarse, lo que no pueden acreditar los populares, hundidos hasta el cuello en la ciénaga del saqueo generalizado de las arcas públicas.
La sombra de sospecha que Oyarzabal ha dejado caer sobre la financiación de los batzokis muestra su ignorancia sobre la misma historia del PNV, cuyas sedes proceden de la devolución de los locales incautados por la dictadura, del sacrificio económico de miles de afiliados, de sus avales y de las hipotecas que aún pesan sobre la propiedad de estos locales y que se sostienen a duras penas con la explotación de las actividades de hostelería, clases de euskera, cuotas de afiliación y hasta de la última rifa de lotería. Si Iñaki Oyarzabal pretendía herir los sentimientos de la militancia nacionalista lo ha logrado, porque ha golpeado en el corazón de esta porción de vascos, los de ayer y los de hoy, que no merecen este doloroso y vil ultraje. Si creyesen en la eficacia del sistema judicial, las autoridades del PNV hubieran respondido con querellas reparadoras; pero como la justicia española es un pitorreo, quédense Llanos y Oyarzabal con el desprecio de las masas jeltzales.

