¿A qué viene tanto escándalo con el mal perder de Trump? La negación del veredicto de las urnas es muy española. El PP y Aznar cuestionaron la victoria de Zapatero en 2004 tras la gestión de los atentados del 11M. La ultraderecha de Abascal considera ilegítimo el gobierno de Sánchez. Y la derecha puso en duda sistemáticamente los resultados electorales en Euskadi por la presión terrorista y lo hizo para justificar su derrota y falso relato. Donald Trump ya era un tramposo en 2016, cuando ganó por las injerencias de Rusia y Facebook y lo es ahora por sus denuncias de fraude, pero consolado por más de 72 millones de votos. Llevamos días viendo en pantalla el ritual de su autodestrucción, a la vez que el mundo ha conocido la creación de una vacuna salvadora. Es casualidad.
El presidente bribón ha acusado a la farmacéutica Pfizer de perjudicar su reelección por ocultar el anuncio de la vacuna durante la campaña. ¿Le hubieran votado más americanos de haberse comunicado antes? Nunca lo sabremos; pero Pfizer es una gran empresa y está muy por encima de bufonadas. Su decisión fue la correcta: esperar y no interferir el escrutinio democrático para informar después de su hallazgo científico. Las trampas las cometen siempre los perdedores.
Mientras tanto, ha regresado The Good Doctor y su cuarta temporada está atravesada por la pandemia. Ya se puede ver en AXN. Muerto Meléndez tras el seísmo californiano, siguen los mismos personajes con los problemas añadidos de la tragedia del virus. Cuando en un hospital a médicos y enfermeras se les muere la gente sin poder remediarlo, la medicina alcanza niveles heroicos. Y así será durante meses, hasta que vayan llegando a los dispensarios los frasquitos con la pócima. Ni la magia del anuncio de la Lotería de Navidad -¡sublime!- puede hacer milagros. Que no sea demasiado tarde.
El día, por viernes y 13, no podía empezar peor. Me entero de la muerte de Andoni Alkorta, un colega, un amigo, una buena persona, sinceramente abertzale e incondicional seguidor del Athletic. Confió en mí algunas campañas de publicidad y tuve de él un trato excepcional y mucho respeto. Hace unos tres años nos encontramos en el supermercado y me dijo, sin más: “Tengo cáncer”. ¡Qué entereza! Y por Dios que luchó cada día hasta el final, con una dignidad y fortaleza que para mí quisiera. Descansa en paz, Andoni, que el mundo está muy difícil de vivir. A lo más sobrevivimos.
Y sin embargo, creo que el siglo XXI camina hacia un neoromanticismo. Así lo escribí en un artículo en DEIA. No tuve mucho éxito. El romanticismo es lo más ignorado y peor interpretado de todos los movimientos de la historia. Para la mayoría es una forma cursi de ser y amar. Y no, es la época más fecunda en política, pensamiento, arte, literatura y música a lo largo del siglo XIX. A la gente le gusta definirse como romántica, pero no saben lo que quiere decir.
Tres cosas definen el romanticismo, en resumidas cuentas: amor, belleza y libertad, inseparables entre sí, en su grado absoluto y enmarcadas en una existencia fraternal. Al romanticismo le pertenecen la utopía y las causas imposibles y justas. Lo más noble, lo más generoso, lo más intenso y lo más tierno se identifican con los románticos de palabra y hecho. No los de Hollywood.
En un libro reciente de Isabel Allende Mujeres del alma mía” (en realidad una biografía feminista) y que he leído hace poco, dice la escritora chilena: “A lo largo de mi vida he demostrado ser una romántica incurable”. Y más adelante añade: “Amor romántico, esa ilusión colectiva que se ha convertido en otro producto de consumo”. ¿Y qués es amor romántico, Isabel, si se puede saber? En mi opinión, se usa ese apelativo para negar la existencia misma del amor, para reducirlo a emoción y mera atracción sexual y pasajera.
La vida, vivida desde la perspectiva del romanticismo, es amor y lucha. Amor, porque es lo que da sentido a todo, absolutamente todo lo que vale la pena como seres humanos. Y lucha, porque todos los sueños personales, metas colectivas de libertad, justicia, igualdad, independencia nacional y cultural y respeto de derechos, todos exigen un choque frontal contra los poderes supremacistas que habitan este planeta. Todo lo valioso de nuestra existencia exige un tributo de sangre, sudor y lágrimas. El romántico es el ser menos ingenuo que existe. El romanticismo tiene su enemigo en toda dictadura y cualquier democracia mermada, como la liberal.
Los conservadores piensan que los seres humanos hemos alcanzado cotas suficientes de libertad y derechos básicos y no hay motivo para más lucha. Que ya está bien. Y es falso. Nunca tuvimos una libertad más vigilada que la actual. Tenemos libertad de compra y consumo, a mansalva; pero estamos bajo vigilancia, sin intimidad real y sin capacidad de rebelión. Nos observan, nos condicionan, nos roban, nos tutelan, nos engañan.
Salvar el planeta de la extinción es una causa romántica. Dar cabida a la emigración y facilitar la diversidad es una causa que abrazamos los románticos. La independencia democrática de los pueblos es otra. Y, desde luego, la causa de las mujeres y su igualdad de derechos. Abrazamos la libertad de creación, la democratización del conocimiento, la superación de barreras, el respeto a los animales y la naturaleza en su plenitud. Y volver a las raíces, como los primeros románticos, así como la superación de las religiones y todos los dogmas. Ser libres, pero serlo de verdad y sin límites. Felizmente.
Esas y todas la causas justas y utópicas marcan el neoromanticismo del siglo XXI. Hay mucha gente dispuesta a vivir por eso. Y, supuesto, a morir.
Héctor Lizundia jamás usaba paraguas y prefería cubrirse con el choto del anorak o la gabardina bajo la perenne lluvia vasca. Adoraba mojarse. “La lluvia purifica”, solía decir. Así que cuando vio en la portada de la novela Patria, de Fernando Aramburu, la imagen difusa, casi romántica, de un paraguas rojo, tuvo una sensación desagradable al dispararse sus recursos de autodefensa. ¿Qué engaño encierra este símbolo? Según los expertos en marketing editorial, los libros, como artículos de consumo, se venden mejor según sea su diseño exterior y el texto de las solapas. Meses más tarde, el autor vinculó esa foto al asesinato del periodista López de la Calle. La víctima llevaba un paraguas rojo, que quedó junto al cadáver en el lugar del crimen, en Andoain. Era el año 2000.
Era falso. No el paraguas, sino el icono del paraguas rojo. El departamento de arte de la editorial Tusquets había elegido como ilustración de portada una fotografía de archivo, de esas que los publicitarios denominan banco de imagen, colección de instantáneas de alquiler que se arriendan como grafismos para anuncios, lo mismo para una marca de zapatos que para una campaña electoral. No son exclusivas ni fueron pensadas para un destino especial. El autor de la fotografía comprada al azar era el belga Filiep Colpaert. La escogieron porque el asesinato de Txato ocurrió bajo una fuerte lluvia. Oportunistamente, Aramburu vinculó la ficción con la realidad. Los temores del iconoclasta Lizundia estaban justificados.
La serie derivada del libro tomó el símbolo del paraguas para la introducción. El color rojo se transforma en sangre que se diluye bajo el aguacero. Una pirueta estética que a Héctor se le antojó ridícula. Cuando leyó la novela aún no había llegado a la categoría de bestseller. Le pareció una historia tendenciosa, larga y escrita sin brillo. Aramburu es, sobre todo, poeta y tiene poca habilidad en el oficio de narrar. Milan Kundera, en el Arte de la Novela, lo deja bien sentado: “Descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela”. Héctor pensó que de seguir Aramburu el precepto del escritor checo podría habernos ahorrado la simpleza de su novela con un artículo de opinión en El Mundo o el Diario Vasco.
La serie producida por HBO, que Héctor se tragó estoicamente a lo largo de ocho domingos, se adaptaba a las páginas del libro. Elimina algunos personajes, como los hijos de Arantxa y enfatiza con una estética intencionadamente lúgubre “la maldad” de la familia abertzale de Miren. A Héctor no le pasó desapercibida esa retórica subliminal del director, Aitor Gabilondo.
La simplicidad de Patria es que el relato no es moral, sino político, peor aún, partidista. Héctor creía que hubiera sido moral si plantease la historia entre asesinos y víctimas, pero introduce la categoría del desprecio de la ideología nacionalista y su lucha democrática. En el personaje de Joxian, amigo de Txato, con quien comparte afición txirrindulari y partidas de mus, sitúa al perfecto cobarde por callar ante la muerte oprobiosa de Txato, además de retratarle como un calzonazos. Aramburu proyecta en él la supuesta complicidad de la mayoría social -“el mirar para otro lado”- ante la violencia. Otro personaje absurdo es el sacerdote del pueblo, don Serapio. “El nombre se las trae”, maldecía Lizundia. Es tan burdo y poco creíble que solo por eso el relato se suicida. “¿Y a qué viene dibujar a las dos mujeres, Bittori y Miren, como dos locas beatas, que hablan con difuntos y santos?” La indignación de Héctor se traducía en blasfemias por tanta atrocidad.
“¿Y dónde están los demás paraguas? Sí, está el rojo de las víctimas de ETA y la sinrazón del terrorismo. No veo el paraguas del conflicto sociopolítico, ni el de la extrema gravedad del terrorismo de Estado, ni el de la crisis de una democracia nacida del detritus de la dictadura fascista. ¡Hay otros colores, maldita sea! Y no veo más que a un sectario poniendo palabras delirantes e imágenes confusas a una realidad que no reconozco”. Lizundia vomitó y pasó el día y la noche muerto de asco. “España no tiene remedio” y lloró amargamente.
Zorionak, Andoni Aldekoa, ya eres director general de la radiotelevisión vasca, una de las empresas públicas más importantes de Euskadi, con casi mil profesionales, y la más influyente. Si buscabas un desafío, has ido a encontrar el más complicado, muy diferente al de crear la colosal imagen del alcalde Azkuna. Antes de que el Parlamento certificara tu nominación, ya te cuestionaban. Los consabidos banderizos: la izquierda abertzale, que cuenta entre sus líderes a dos periodistas de la casa, y el insignificante PP. Unos creen que EITB es muy español y otros, demasiado vasco. ¡Ay, Andoni, te pedirán milagros! Que construyas país, fomentes el euskera, cohesiones la sociedad, garantices el pluralismo, hagas memoria y futuro y seas feminista, urbano, tradicional, joven, dialogante, radical, moderado, constitucional, foral, innovador, euskaldun y universal, más entretenido y menos pelotari, serio y humorístico, rojo y de misa, sarcástico y objetivo, municipal y espeso y, por qué no, que cambies el mundo…
La tele está sobrevalorada, amigo mío. Sumando sus cuatro canales, ETB llega solo al 12,6% de la audiencia total. Los catalanes alcanzan el 18,3% con los suyos. Tenemos unas emisoras de radio que son joyas, cuida de ellas. Entiendo que tu prioridad es renovar la ley del Ente, que data del 82. Pacta con Bildu el nuevo texto, sin complejos. Estás en un torbellino de poderes y necesitarás hacer equilibrios entre el subyacente y el equipo de dirección. No sé si te alcanza para más producción propia, pero hay mucha gente desaprovechada. Y es urgente la cooperación con las televisiones locales, proyectos heroicos.
EITB es parte de la autoestima de Euskadi, Andoni. Es el espejo en el que nos miramos y nuestro reflejo en el mundo. Creo que por todo eso vale la pena quemarse. De corazón, te deseo éxito y mucha suerte.
Alfonso y Mario son de opinión rápida y punzante, persuasivos y retóricos, de los que siempre ganan en los debates entre amigos. Discutidores natos, pero carentes de espíritu dogmático. Así que, con su bagaje de razones y facilidad argumental, aceptan la invitación de la televisión local a una tertulia acerca de la meritocracia en Euskadi. El punto de partida es el libro “La Tiranía del Mérito”, de Michael J. Sandel, profesor de filosofía en la Universidad de Harvard. El ensayo está causando furor entre los intelectuales de izquierda y escépticos y es motivo de escándalo entre los conservadores.
A Alfonso la tesis del profesor Sandel le ha entusiasmado y coincide con él en la falsedad de la meritocracia real y en que ésta es la expresión del más feroz darwinismo social. Mario es, por el contario, de la opinión que los méritos del talento y el esfuerzo son acreedores del reconocimiento social y el éxito económico y personal. “Si no se valora el trabajo y la capacidad intelectual, nos empobreceríamos como comunidad”, dice para comenzar el debate, a lo que replica Alfonso: “Nadie niega esfuerzo y la inteligencia; la cuestión es por qué esos méritos conducen a la soberbia social y al desprecio hacia quienes no han alcanzado el éxito profesional. Los ganadores humillan a los perdedores en este mentiroso sistema capitalista”.
“La desigualdad es de origen, Mario, no nos engañemos. Es el azar lo que sitúa a cada persona en la línea de salida de su vida. Nacemos con unas determinadas capacidades y en un entorno familiar y socioeconómico concreto. Y eso, favorece o perjudica tus posibilidades. No existe, por naturaleza, la igualdad de oportunidades”
A Mario le disgusta que se exagere la desigualdad. Le parece una excusa de la izquierda. “No se puede ignorar que las sociedades democráticas, y más en Euskadi, han puesto en marcha políticas de igualdad a través de becas y múltiples ayudas sociales. La educación es la gran igualadora y la que favorece que todos tengan sus oportunidades. No es un problema de ricos y pobres. Porque mientras unos se matan a estudiar y a trabajar, otros desaprovechan su tiempo y su vida”.
El debate llega al terreno de las grandes verdades. “¿Es meritorio el éxito de quien nació en una familia que se ocupó día a día de su formación más completa de sus hijos, frente a otros que crecieron en el seno de familias que no se esmeraron en su formación?”. Mario calla ante un hecho manifiesto e irrebatible, crueles verdades.
Y sigue Alfonso: “¿Es meritoria la ventaja de quien nace rico o con posibilidades de éxito, con menos esfuerzo, que otra persona de pocos recursos? “No criminalices a los ricos, por favor, eso es demagogia”, responde airado su amigo Mario. “No los criminalizo, pero no me creo su discurso, pongo en evidencia que la meritocracia está viciada desde el principio.” La discusión entra en bucle.
“Pero hay mucha gente que nació pobre y hoy es rico gracias a su esfuerzo. Ahí tienes a Amancio Ortega. Un señor que empezó de la nada, sin estudios y que hoy tiene un imperio comercial y financiero extendido por todo el mundo y es el más rico de España. ¿No tiene mérito o es que alguien le ha regalado lo que ha logrado?”. Mario se viene a arriba con el ejemplo. “Y hay otros muchos como él”. Alfonso replica sin complejos: “Es innegable su mérito, amigo mío; pero es, desgraciadamente, una excepción. Mira lo que ocurre en Estado Unidos. La desigualdad ha crecido. Baste este dato: El 1% de los más afortunados tiene la misma riqueza que el 50% más pobre. Vamos hacia atrás. Porque la meritocracia es falsa y no funciona”.
Alfonso desgrana los datos de las universidades de élite, que siguen siendo cobijo de los hijos de los pudientes. “Los exámenes y condiciones de ingreso se apañan fraudulentamente y se aprueba a quien no lo merece, pero que tiene un padre con dinero y hace donaciones. Y así consolidamos una sociedad desigual, clasista y de valores falsos”. Y entre prejuicios y certezas, el debate se eterniza: la razón está muy repartida.
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