Adopta un libro antes de morir

Muchas historias se han perdido para siempre y otras se han olvidado. Desaparecen lenguas, amores, leyendas. Y para que nada digno de contarse muera, el cine y la tele adoptan/adaptan libros y los transforman en películas y series. Tres se han estrenado estos días de muy diferente estilo. La mítica novela Diez negritos, de Agatha Christie, la han reconvertido los franceses en un serial de seis capítulos, titulado Eran diez y que emite Sundance TV, la cadena creada por Robert Redford. Bastante fiel al relato original, se trata de saber quién es aquí el juez Wargrave, maquinador del asesinato, uno a uno, de las cinco mujeres y cinco hombres invitados a una solitaria isla. La historia seguirá siendo inmortal.

            Otra vieja historia británica, Un mundo feliz, nacida del talento de Aldous Huxley en 1932, ha sido adoptada por la Universal americana en una serie que podemos ver en la plataforma Starzplay, meritorio reducto entre Netflix y HBO. Hoy, en medio de una crisis de supervivencia, es más sencillo consolarse con una distopía. ¿Cuánta gente vendería su alma y libertad a cambio de pan y protección? En la Nueva Londres no hay privacidad, guerra, ni pobreza; pero hay sexo desde niños y soma alucinante como remedio para calmar la angustia y donde “lo más peligroso que se puede ser es un romántico”. Vean lo que nos espera por sucumbir al miedo.

            El tercer libro adoptado/adaptado es de James Comey, exdirector del FBI y nombrado por Obama. En La ley de Comey, que ofrece Movistar+, nos cuentan la cómica paradoja de quien, por hacer lo correcto, perjudicó sin querer la elección de Hilary Clinton y favoreció el triunfo de Donald Trump. En diez días podríamos disfrutar de la única buena noticia de 2020, no porque Biden sea un fuera de serie, sino porque no tendremos a un chiflado al frente de los destinos del mundo. 

Ensayo de la libertad

De entre todas las tradiciones humanas la más duradera es equivocarse. Personas y países se empeñan en cometer iguales errores que sus antepasados. Es lo que ocurre en el ficticio pueblo de Uriola, que “no es Hondarribia ni Irún”, pero podría ser, donde celebran cada año una fiesta cívico-militar llamada Alarde, en la que los varones tienen el papel principal y las mujeres el marginal, por retratar con cierta exactitud los hechos históricos. Hasta que ellas se proponen llevar los mismos disfraces que ellos. Por no ser menos. En nombre de las viejas costumbres, la mayoría machista dice no. Y estalla el conflicto, muy desigual.

Por fin, ETB se ha atrevido a dramatizar este enfrentamiento social con la miniserie Alardea, de cuatro capítulos. Es muy de agradecer, porque no solo del trauma de la violencia vive Euskadi. Alardea proyecta una comunidad real, de gente real y problemas trasversales, opuesta a la psicótica Patria y su sesgo resentido. El relato cumple su misión de señalar a malos y buenos, que no se corresponden con los que están contra o a favor del alarde mixto. Los malos son los que pintan grafitis que califican de bolleras y vejan a las mujeres rebeldes. Y los buenos son los que resisten la presión y comprenden la evolución. Ganará el amor frente a la mezquindad como en las grandes y pequeñas epopeyas.

Edurne, Amaia y June -amona, ama, alaba- son tres generaciones de mujeres fuertes como rocas. Y las tres, con sus diferencias, están en el lado correcto de la historia. En el lado equivocado quedan quienes caducaron en sus inercias. Falta por ver si la alcaldesa opta por ejercer de mujer o de política. Y como la contienda persiste, nadie ganará y todos perderán. Soberbia dirección de David P. Sañudo que, al igual que en su película Ane, parece inspirarse en su admiración por el alma femenina.

Fuga del Mauthausen de Pamplona

Historia y ficción cada día se parecen más a fuerza de fundirse y confundirse, como ocurre -dicen- en las parejas humanas después de años de convivencia. La historia añade rasgos de ficción para ensancharse, mientras la ficción se adhiere a la historia en busca de veracidad. “Basada en hechos reales” es la fórmula de fusión. En medio de esta crisis de identidad de géneros, la serie documental Vamos a hacer historia, estrenada con éxito el pasado miércoles en ETB2, ha querido marcar territorio con la ficción. Así lo sugiere el título del programa, algo enfático, y su primer episodio, dedicado a la evasión de presos políticos del fuerte de San Cristóbal (el Mauthausen de Pamplona) el 22 de mayo de 1938, una fuga de película con final trágico: más de 200 fueron cazados a tiros (como Steve McQueen en La gran evasión), otros tantos fusilados tras su captura y solo tres héroes alcanzaron la muga con Francia de los 800 que habían escapado. ¡Qué formidable y terrible historia de libertad!

            La aportación de Vamos a hacer historia es la dualidad del relato: el historiador Juan Manuel González cuenta los hechos a un grupo de vecinos y descendientes de los implicados; y la periodista Elene Lizarralde entrevista a testigos y otros expertos del caso. Por momentos se alcanzó un intenso dramatismo y las emociones contenidas durante décadas soltaron amarras. Las escenas teatralizadas con figurantes se admiten como parte necesaria de ese sutil punto de encuentro entre ficción y realidad. 

La próxima entrega se dedica a los fusilamientos de Txiki y Otaegi el 27 de setiembre de 1975, “la noche más larga” según el verso de Aute. ¿Son un secreto los nombres de los policías y guardias civiles que, voluntariamente, formaron parte de los piquetes de ejecución? Alguien debería escribir su asquerosa historia, exenta de ficción que adorne la vileza.

Patria, qué desastre

La gente, también la más competente, confunde publicidad con propaganda, como el culo con las témporas; pero hay una diferencia de concepto: la publi promociona productos y servicios, mientras que la propaganda difunde ideas y creencias. La apabullante campaña que ha precedido a Patria, incluyendo la conveniente polémica sobre su cartel anunciador, ha sido tan descaradamente ideológica que explica en parte su fracaso. ¿O solo hacía honor a la esencial mezquindad de esta historia? HBO guarda silencio sobre los suscriptores adheridos a la serie, pero Telecinco no puede ocultar que su estreno en abierto el pasado martes fue un desastre, con un pírrico 10,8% de seguimiento, superado por el culebrón turco Mujer, en Antena 3, y aún más por MasterChef, en La 1. Rodarán cabezas por este fiasco.

¿Y por qué no ha gustado? Cuando corren malos tiempos para la política no puedes pedir atención para un relato partidista, nacido de un libro de revancha. La lúgubre producción de Aitor Gabilondo también ha contribuido a su naufragio. Es lo más antiestético y aburrido que hemos visto desde la era tediosa del cine español sobre la posguerra. Claro, Patria se ha configurado como la narrativa de la posguerra vasca, contada con espíritu de desquite tardío. Un país sacudido por una pandemia no está para atender viejas frustraciones, como tampoco lo ha estado con las correspondientes de Savater, Rosa Díez y otros apósteles del odio y poderes mediáticos revestidos de justicia aparente, abuelitos de batalla.

Patria ha llegado para añadir su coda a una historia que ya había concluido y que casi todos han olvidado como se olvida, colectiva y honrosamente, el sufrimiento propio y ajeno. Y del tal libro, tal serie, un subproducto que dejará en la memoria su fracaso múltiple: moral, estético y económico bajo un fuerte olor a sudor sectario.

Cuanto más inteligente, peor es el duelo

Alguien en alguna universidad americana hizo hace un tiempo un estudio sobre la conducta humana en relación con la muerte, asegurando en sus conclusiones que dos de cada tres asistentes a un funeral hacen el amor después con sus parejas. Así que hay que ir a más entierros, amigos. O en su lugar, como consuelo, ver la soberbia serie alemana La última palabra, que emite Netflix en seis capítulos y trata, entre risas y lágrimas, de lo que inmediatamente sigue a un fallecimiento: la ceremonia del adiós y el duelo.

Es la historia de Karla, cincuenta años, que queda viuda de un dentista, con una hija mayor, un chico adolescente, una madre chiflada y la ruina económica. Para sobrevivir, se hace oradora fúnebre, una profesión inexistente entre nosotros y que todavía cubren los curas con sus viejas homilías y en los tanatorios civiles se sustituyen con poemas épicos y alguna canción rancia. Ni tenemos speechwriter, ni apenas escritores de obituarios. Una película de 2017, del mismo título, con Shirley MacLaine y Amanda Seyfried, ya nos presentaba las vicisitudes de una redactora de panegíricos póstumos. Hasta para los más odiados hay una palabra de recuerdo.

En nuestra cultura persisten muchos complejos sobre el final de la vida, de los que carece Karla para despedir con emoción y naturalidad, exentas de hipocresía, a los difuntos en la Borowski Bestattungen de Berlín, empresa de pompas fúnebres más muerta que sus clientes. Hay humor negro, amor precario, miedos absolutos y situaciones surrealistas que no describen una sátira de la muerte. En realidad, es una teoría del duelo. Y el duelo, con su dolor y vacío, es lo más complicado del mundo. Usted puede ser muy listo y, sin embargo, sufrir un duelo interminable. Pero qué inteligente es el relato de La última palabra. Por sobrados merecimientos habrá una segunda temporada.