Tarde de domingo. Tras la siesta, me levanto y me acerco a la biblioteca del estudio. No sé porqué, pero me hago con El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Abro una página y leo: “La verdadera sabiduría es algo intuitivo, no abstracto. No consiste en proposiciones y pensamientos que uno acarrea en su cabeza como resultado de una investigación propia o ajena, sino que es toda la forma en la que se le presenta el mundo en su mente”.
Cierro el libro y vuelvo al sofá. Con los ojos entrecerrados, pienso en la frase que he leído: el problema se presenta cuando tales “proposiciones y pensamientos” abstractos, vacíos de todo contenido empírico, operan como filtros a priori en cualquier acercamiento al mundo, impidiendo intuir forma distinta alguna o subsumiéndola en la inevitabilidad igualitaria del concepto.Este nuevo “ lecho de Procusto”, a la luz de lo que hoy podemos saber, no es ya algo pergeñado entre pocos y para pocos, sino el fruto de un proceso de socialización que, por medio de la familia y la escuela (quizás habría que añadir la televisión y, cómo no, las «redes sociales»), combina hábilmente las cenizas del judeo-cristianismo con un cierto repunte cientifista. Se consigue así que el lugar común, el tópico, se convierta en el eje articulador de cualquier representación del mundo, aboliendo todo matiz.
Y se me ocurre que, como no parece muy probable que desde las instituciones de socialización mencionadas pueda esperarse un gran cambio ni en sus procesos ni en los contenidos que transmiten, no cabe sino esperar que toda esa metralla abstracta que continuamente escupen, sea contrarrestada en primer lugar por quienes, desde dentro, son conscientes de todo esto, y, después, por quienes, desde fuera, deseen aportar, con su testimonio o con su obra (literaria, plástica, audio-visual) alguna posibilidad de diferencia…
Y me doy media vuelta en el sofá y me adormezco. En estos días, con el cambio de hora, oscurece demasiado pronto…