Aunque la mayor parte del personal evoca el paraíso en una playa caribeña bajo una palmera, frente un océano que a mí me parece caldoso y sosísimo salvo tormenta tropical o huracán – vistos de lejos- , yo prefiero los días grises, lluviosos y ventosos.
Esta es , sin duda, una desviación ,acaso algo patológica, que vivo en primera línea desde la adolescencia y que he mantenido durante muchos años.
Sin ir más lejos, durante mis temporadas de single, en las que procuraba pasar una gran parte de las vacaciones navegando en velero, prefería siempre los días de mala mar ( moderada) y viento, a los de bonanza y martini seco al mediodía: recuerdo al respecto cómo me lo pasé de bien una tarde en una travesía por el mar del Norte, en la que, escorado el barco y tocándome labores de cocina, rogaba a quienes bajaban helados y mojados que ocuparán por un rato mi puesto…A lo que accedían sin mayores argumentos…
Ya sé – por ese magnífico libro de Alain Corbin titulado El territorio del vacío – que esta visión un tanto romántica de la mar es muy reciente, pero no sé por qué me atrae tanto esta pugna – leve, todo sea dicho- con la naturaleza que no siento en modo alguno en la montaña. Lo cierto es que me pone tanto como hundirme en el sofá viendo otra vez cualquier película de Billy Wilder, leer en el estudio subrayando y sobre un atril la Estética de Hegel o escuchar de nuevo a Benny Goodman…
Pero, en fin, ahora que tengo título pero no embarcación y que a casi nadie que me rodea le gusta navegar, me quedan los paseos silenciosos bajo esa lluvia tan frecuente en estos pagos, que , luego, al parecer, tanto dan de sí.