Se inauguró ayer en la céntrica Sala Rekalde de Bilbao la exposición Trapos sucios de Cristina Gutiérrez Meurs (Madrid, 1966).
La obra se articula en torno a una instalación compuesta de largas corbatas multicolores colgadas con pinzas a modo de un gran tendedero. Cada corbata lleva el nombre de una mujer asesinada, bordado con un grueso hilo negro que luego cae al suelo formando una extensa alfombra de filamentos entrecruzados.
Completa la instalación una serie de viñetas alusivas a episodios de violencia contra las mujeres, incluyendo una referida al robo organizado de niños y niñas durante el franquismo, que por otro lado ya fue el tema de un libro de la artista ( Lo que no me quisiste contar, 2016) y que ella considera un aspecto más de la mentada violencia en su última obra escrita, recién publicada ( Eva no fue la primera, 2018).
La visita a la instalación, que resulta en su formalización y materiales una denuncia hipertrófica de una falocracia general básica, es una buena oportunidad para reflexionar sobre un tema de permanente actualidad en los medios de comunicación y en las redes sociales, y de hacerlo procurando separar y a la vez conjugar tantas transversalidades como las modalidades en que aparece.
Y además, viene a ser una muestra del talento sintético ( y plástico) de Gutierrez Meurs en el sentido de aquello que Roland Barthes definía como talento: «El conocimiento de aquello para lo que se vale. Un límite que no se debe traspasar por incitaciones superficiales y secundarias provinientes de la moda , de un capricho o de una ilusión de sí mismo…»