Cuando mi hija era pequeña, solía acompañarla a un parque infantil para que se divirtiera un rato columpiándose – si se respetaban los turnos- o tirándose por algún trampolín, a poder ser sin que ningún simpático chavalote se empeñara, parentibus ausentibus, en empujarla a base de patadas en sus minúsculos riñones.
Una tarde, mientras todo parecía estar en paz, vi a dos de esos simpáticos chavalotes zurrándose de lo lindo e inmediatamente me levanté para separarlos. Una mano me retuvo , la de mi compañero de banco, y tras mirarme de arriba abajo me espetó: «Ya se ve que no eres del mundo del metal». Y como no había practicado política de banco, me volví a sentar sin decir ni mú ( Hor konpon, mariaton!).
Me he acordado de esta anécdota porque estos días, en mis paseos cotidianos, he visto grandes manifestaciones de los trabajadores del metal escoltados por una presencia policial que más bien parecía propia del traslado de un arrepentido de la mafia o de una visita real.
Así que he llegado a la conclusión de que a estos trabajadores se les tiene verdadero miedo en las altas instancias, quizá porque son muchos ( algo así como 50.000 ) y quizá también porque pueden ser el último resto de una clase obrera muy combativa que ya ponía los pelos de punta a las autoridades desde principios del siglo pasado – al respecto basta con leer esa novela-documento titulada El intruso, de Vicente Blasco Ibañez.
Pues aquella clase obrera, núcleo de la primera UGT, estaba especializada en , como se dice ahora, «destruir el mobiliario urbano» a base de cargas de dinamita que se tiraban a diestro y siniestro, y sólo se la podía parar a base de tropas enviadas desde Madrid, y ni aún así, como consta en los anales de la Historia.
Las cosas han cambiado, desde luego. Mayormente porque ahora la destrucción del mobiliario urbano se realiza ordenada y legalmente, como por ejemplo con la ablación arquitectónica de algunos edificios (1) – «A algunos arquitectos habría que ahorcarlos» dicen que dice el cruel e ignorante populacho – pero el imaginario persiste y quienes no son «del mundo del metal» harían bien en enterarse de que lo que pueden hacer hoy estos trabajadores por sus reivindicaciones es infinitamente menor a quienes seguían a Facundo Perezagua o, luego, a la Pasionaria.
Any way ,cuando vuelva a ver otra masiva manifestación – la cosa va para largo – prietas las filas entre banderolas y pancartas, y entre corchetes azules, creo que no podré evitar exclamar hacia mis adentros : ¡Cielos ,»los del metal» Oh my god !
El convenio del metal, aquí por Gipuzkoa, marcaba el estilo de las reivindicaciones obreras en otros tiempos. Si no me equivoco era el convenio por antonomasia, era la referencia obrera para todos los convenios.
Así lo recuerdo yo, en efecto. Y en Bizkaia, también.