El cruel conflicto que se está desarrollando en Gaza está teniendo también eco en el Taller de Escritura que coordino. Una buena muestra de ello es este texto de Valen Riaño:
«Mis ojos lo iban escrutando todo. Cualquier detalle era vital, y eran muchos. El dolor me absorbía. Sin poder resistir empecé a llorar, no podía soportar lo que veía. Maldije la decisión. – ¡Vaya sueño de mierda! Se me escapó de los labios. Me di la vuelta y volví al hotel.
Cuando vienes de la civilización, la guerra es un horror. No piensas en los motivos, en la posibilidad de la liberación con la barbarie, solo ves el horror.
No hay futuro, solo presente. Y el drama es el presente.
En mi habitación pensaba en el papel que había elegido. Las cámaras encima de la cama me esperaban ansiosas, dispuestas a captar el escándalo.
Pero, ya no tenía esa necesidad. Los disparos reales y los morteros impactando en los edificios, me habían centrado en una realidad sin destellos de color, en un blanco y negro de miedo y dolor.
Revolví en mi cerebro, rebusqué en las ilusiones de la Escuela, donde nos enseñaban a seguir la noticia hasta el final. No encontré esa lucecilla, solo vi la desgracia y la indignidad.
Seguí allí parado, y pensé en mis padres, en sus rabias, en las angustias que vivieron en su conflagración. Y las lágrimas me volvieron a desbordar.
Así recuperé la chispa. En el fondo, era por ellos, por todos los silenciados, por lo que había elegido este camino.
Recogí el chaleco amarillo de prensa, las cámaras y el teléfono.
Necesitaba, no ya la foto del “pulitzer”, el triunfo, el reconocimiento ajeno.
La imagen denuncia, esa era mi lucecita, y necesitaba el grito, el alarido de la rabia.
Con el pensamiento erizado comencé mi caminata, moviéndome entre la destrucción. Una ráfaga de metralla me hizo retroceder.
– Unos pasos de precaución nunca están de más. Pensé, mientras me agachaba. Metros y metros, agazapado, esquivando el odio de todo aquello. Un combatiente, a mi lado, me gritaba, en mi protección. Y yo entre los escombros. El fuego de un edificio iluminaba la oscuridad de la mañana. No se oían voces, solo disparos, el sonido del tableteo. El combate era angustioso, directo, el enemigo enfrente, el exterminio gritando.
Di la vuelta, entre los cascotes de un edificio derruido. Y allí estaba mi horror, mi denuncia en imagen. Lo vi fácil, lo vi real, lo vi miserable. Pensé en el horror, desde fuera, sintiéndome el denunciante.
Una cría, de apenas 6, 7 años, haraposa, sucia, con los ojos negros infinitos, sujetaba a un bebé inmóvil, desvencijado, sin vida, entre sus brazos. No lloraba, solo miraba, solo sentía como el calor le abandonaba, cómo se quedaba sola en un mundo hambriento de muerte, sin padres, sin hermano, sola.
Le di al disparador de la cámara, una y mil veces, queriendo olvidar aquello, queriendo inmortalizarlo. Entonces sí lloré, intentando lavar la conciencia de mi culpa, en la vergüenza de ser persona.
Me agaché y les abracé, en mi desagravio. Oí otro clic, detrás de mí.
La historia la recompuse de camino del hospital, internet hizo el resto. Mi noticia se publicó con éxito. Me sentí reconocido.
La foto dio la vuelta al mundo, no la mía, sino la de mi compañero. El premio fue para él. Pero yo conseguí uno mejor.
Han pasado 4 años, y aún recuerdo aquello con lágrimas. Pero ahora mi hija de 10, juega en los columpios y en sus ojos negros, ahora, hay felicidad».
[VHUk argitaratuta]