
Nunca he practicado ningún deporte competitivo, probablemente porque no reunía las condiciones físicas para ello y las metafísicas me echaban para atrás. Tan solo cuando en la cincuentena dejé el karate–do – que no creo que se pueda considerar un deporte- probé un a modo de jogging que hube de dejar pronto a raíz de sendas fascistis plantares en ambos dos pies.
Sin embargo, siempre me ha gustado pasear. De las andadas contritas de mi adolescencia en la negra provincia de Miguel Sánchez-Ostiz pasé a las extenuantes y barojianas del Madrid de los ochenta y a las más moderadas de los noventa en la Venecia del Norte. Y siempre, fuera donde fuera, no dí por conocida ciudad alguna – soy paseante más bien urbano- hasta no haberla recorrido barrio tras barrio, día tras día.
Ahora bien, mi paseos han sido y son los de un «parsimonioso flâneur» – que diría Siri Hustvedt al alimón con Paul Auster – es decir que consisten más bien en vagar por las calles abierto a las vicisitudes y a las impresiones que salen al paso. Algo a lo que los sicilianos llaman «fare il signore» porque supone una desocupación previa o jubilar y que en mi originaria ciudad del humo dormido de Ángel María Pascual se glosa como «ir de propio».
Comento todo esto porque a la vista de las aleatorias restricciones que se van anunciando y denunciando al calor de la pandemia del COVID-19, y visto que ya hasta tomarse un café en un banco de un parque puede resultar problemático ( y probablemente pronto, punible), por ahora , a quien pueda, siempre le queda la posibilidad de cogerse un autobús, viajar hasta el final de la linea mascarilla mediante, y volver tranquilamente paseando mientras se contempla el paisaje y el paisanaje…En fin, como diría Iberdrola con subliminales e inconscientes connotaciones marxistas, el paseo como recurso de última instancia…








