Parábola del leñador

Un leñador, creyó llegado el momento de introducir a sus hijos en el oficio. A tal fin, les congregó en la entrada de su caserío y señalándoles el monte más cercano, les dijo: “Va siendo hora que aprendáis a ganaros el sustento con vuestras manos.” Al más pequeño de los siete hermanos, se le ocurrió preguntar, si no dañarían al bosque al cortar uno de sus árboles, que a él le daba mucha penita usar aquellas terribles hachas, contra un indefenso árbol que nada podía hacer por defenderse. Sorprendido el padre por ésta tierna intervención, y percibiendo que ésta reflexión podía turbar el buen temple del resto de su prole, decidió atajar el asunto espetando: “¡Que el árbol no te impida ver el bosque!”.
Sin mayores contemplaciones, hacha al hombro, se encaminaron de madrugada al pie de la montaña. Una vez allí, no muy convencidos, se acercaron al árbol que tenían más a mano y tras mirarlo bien, el mayor tomó la iniciativa: “¡Vamos, vamos! Padre ha dicho que el árbol no nos impida ver el bosque. Creo que éste es el que nos impide ver el bosque.” Y así, entre hachazo va y hachazo viene, lograron tumbar su primer árbol.
Pero, detrás de ese árbol, había otro más grande y frondoso que como el anterior, les impedía ver el bosque. Con la experiencia adquirida, no dudaron en emprenderla también con aquel, pues no era cuestión que árbol alguno les impidiera ver el bosque. En un santiamén, aquel segundo árbol besó el suelo. Para sorpresa de todos, tras éste segundo derribo, se levantaba orgulloso un nuevo árbol, también más robusto que los anteriores. Un tanto enfadados, que no abatidos, los siete aprendices de leñador, acometieron éste tercer reto con mayor entusiasmo si cabe. Tras éste, vino un cuarto, quinto, sexto, séptimo, con el que abrieron un inmenso corredor según ascendían la montaña.
Pasadas algunas horas, todos se percataron de que ya no era un árbol el que les impedía ver el bosque, sino dos, cuatro, ocho… Muy seguros de si mismos, optaron por dividirse y acometer el trabajo por separado durante siete días. El resultado fue que los troncos caían de siete en siete, abriendo siete brechas más en aquella ladera del monte. Y así fue, hasta que todos coincidieron en la cumbre la séptima noche, donde con toda la leña que habían recogido, decidieron hacer una gran hoguera, a modo de pira triunfal de su gesta, y pasar la noche allí mismo.
Con los primeros rayos del sol, se desperezaron y comprobaron que sólo les quedaba un árbol por talar. Pero no había necesidad, pues éste árbol ya no les impedía ver bosque alguno. Pensando qué hacer con el: a uno se le ocurrió que era un buen lugar para que los perros fueran a hacer sus necesidades; otro pensó que lo más apropiado era colgar un columpio; otro creyó apropiado aprovechar la sombra que proyectaba, para instalar un merendero…. Al final, decidieron que el lugar reunía las condiciones apropiadas para convertirse en un magnífico parque para el esparcimiento de todos ellos y los vecinos del pueblo.

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