Una de las medidas más eficaces para doblegar la moral del Resistente, esté a nuestra merced como en el caso de la tortura, o escape a ella, como cuando se refugia tras los muros de una embajada, es poner música a todo volumen las veinticuatro horas del día, pues está demostrado que el ruido altera nuestra psique, entorpece el pensamiento, impide la reflexión y concentración, llegando incluso a distorsionar por entero la propia conciencia. Cierto es, que la incomunicación total y sensorial de los sujetos, como se lleva a cabo en Guantánamo con los combatientes, y en nuestros Democráticos Hoteles DDHH también llamados cárceles como en el caso de los FIES, puede provocar los mismos efectos y aún mayores. Mas como quiera que nuestra industria y modelos de producción, requieran un mínimo alto de decibelios constante, del todo contra natura, el único modo de evitar el malestar de la población hacia su ineludible presencia, acaso sea acostumbrarla a su realidad desde la infancia, evitando secuencias espacio-temporales en las que las personas puedan percibirse sin su ingrata estridencia, todo sea que les agrade y empiecen a quejarse de la contaminación acústica.
Hace unos años, asistí infiltrado a un seminario sobre seguridad laboral donde se hablaba sin tapujos del rebaño humano, yacimientos de mano de obra barata, externalización de gastos, etc. Cuando un experto explicó la necesidad de cuidar los oídos de los operarios que trabajan con máquinas pesadas por el bien de la empresa para evitar futuros gastos a la SS, un alto ejecutivo de los presentes, comentó entre el asentimiento y risa general que, los repuestos ya vienen entrenados de la discoteca…¡Y no le faltaba razón!
De igual manera que las clases pudientes nutren a su descendencia con productos de calidad, educándoles el paladar con zumos de frutas, carnes y pescados sin conservantes ni colorantes, mientras la masa de esclavos asalariados no tiene otra cosa que ofrecer a su prole que Coca Trolas y hamburguesas de Malc Omas rebosantes de aditivos cancerígenos…así las primeras velan por que sus hijos conozcan la buena música, y aprendan a escuchar a Chopin, Gershwin, Morricone, Jarre, o Wim Mertens, llevándoles a conciertos, óperas, y teatros, donde su gusto musical se forma de modo natural en un entorno adecuado para la sublimación del espíritu, mientras el resto compra auriculares a sus retoños que deseando escapar del ruido de nuestras calles, del tráfico, de las constantes obras cerca de las que viven, estudian, trabajan, y consumen desemfrenadamente sin pararse a pensar ¡cómo hacerlo! caen en la trampa de atrapar sus oídos con cadenas musicales cuyo único propósito es aturdirles la mente lo suficiente como para que vayan mal en sus estudios justificando así la falsa meritocrácia de nuestra falsa democracia. Pero como quiera que los Resistentes agudicen el ingenio para abstraerse del mundo por medio de la lectura en consultas de dentistas y abogados, viajes de tren y autobús, bares y cafeterías… las grandes corporaciones ya han dado instrucciones a los profesionales liberales, medios de transportes, y al ramo de hostelería, para que pongan música ramplona sin cesar y a poder ser, que suban un poco más sus decibelios. Yo, como pertenezco a la clase superior, me percato inmediatamente de donde estoy por el nivel de ruido existente, y allí donde tienen puesta por sistema la radio, la tele, o el hilo musical, evito entrar para que no me confundan.
Mi vecina, que fue hija antes que puta, pone la música a todo Vapor. Y digo música hasta que inventen una palabra mejor para definir a Mónica Naranjo. Y no es el volumen sino la reverberación que se origina la percusión donde los graves me revotan en el pecho y me acompañan por toda la casa. La vecina no obedece a mis ruegos y he pensado en matarla. En matarla con artesanía, con cierto dramatismo circense, a martillazos. Temo que la llamada intoxicación acústica oprime en mi cerebro algo así como el botón de la psicopatía. Y estoy que vivo sin vivir.