Después de una década en el mundo editorial, acabo de publicar mi primer volumen de ajedrez que lleva por título “La lógica de las aperturas contada a los principiantes”. Como es costumbre en estas ocasiones, mis amistades se dividen ¡ipso facto! en dos secciones: los que me compran los libros sin importarles su contenido en señal de su aprecio hacia mi persona y quienes convencidos de hacerme un halago, se empeñan efusivamente en que les regale uno de inmediato. Huelga negar, que cuando me entrego en cuerpo y alma a la confección de un nuevo proyecto, desde que aparece la idea hasta su impresión definitiva, jamás de los jamases pienso en que la misma sea adquirida por mis allegados, vecinos o compañeros, y menos aún, que la infinidad de los colegas me lleven decididamente a la ruina por compromiso. De modo que, sin quererlo ni beberlo, con los primeros, – los menos – quedo en deuda, y con los segundo – incontables – también, pero de otra especie.
Por supuesto, a nadie amarga un dulce, mas, agradeciendo infinitamente la muestra de afecto de cuantos sólo compran el libro por darme su apoyo sin importarles la temática, que todavía me acuerdo de una antigua profesora de EGB que se hizo por su cuenta y riesgo con el “Inútil manual para entender la Mecánica Cuántica y la Teoría de la Relatividad” evitándome desde entonces, he de confiarles que, las más de las veces, la situación me genera una sensación agridulce que de definirla con el rigor de antaño habríamos de tildarla como “Remordimiento” y de catalogarla eufemísticamente al gusto de la actualidad le diríamos “Síndrome de vendedor de enciclopedias”.
Respecto a los segundos a quienes quieren mis textos gratis, las encontradas emociones ya no oscilan entre los dos polos antedichos de lo dulce de su gesto y lo agrio de saber que no les interesa lo más mínimo la obra, sino que, debo manejarme en la denominada geometría variable entre la intención de su gesto que no dudo es afectuosa, la ruina que me causa sumar uno más a la lista y comprender su ignorancia de cómo funciona el mundo editorial que es la causa de su entusiasta solicitud.
La gente, acostumbrada al trabajo esclavo, cree que los filósofos, escritores, poetas, músicos, actores y demás vagos que pretendemos vivir de lo que nos gusta, no sólo no hemos de cobrar por nuestro esfuerzo, que además, deberíamos pagar por ser leídos, recitados, escuchados o aplaudidos. Sin ir tan lejos, la mayoría tiene una idea muy equivocada de cómo funciona el mundo editorial. Arrastrados todavía por una mentalidad primaria de corte agrícola, inconscientemente se asocia la actividad creativa de grabación y publicación, a las labores de un campesino que se parte la espalda en la época de siembra, luego deja hacer a la naturaleza y a la hora de la cosecha, la madre tierra en su generosidad nos inunda con sus frutos, como si los libros cayeran de los árboles. Sólo así se explica que haya amigos de verdad que se crean con derecho a que les regale un ejemplar sin pararse a pensar que de hacer lo mismo con todos, debería replantearme, bien dejar de tener vida social, bien dejar de escribir.
Escarmentado de experiencias anteriores, he decidido estudiar el fenómeno para averiguar el mejor modo de afrontarlo en lo sucesivo, porque de lo contrario puedo ir directamente a la quiebra. Desde que di a conocer la salida al mercado de mi nueva obra, en menos de un mes más de sesenta personas – entre ellas varios ciegos – me han anticipado con alborozo su compra, y cerca de dos centenares ya cuentan con un ejemplar en su estantería sin ánimo de lucro. He echado cuentas, y ¡no gano para amigos!
Ahora comprendo, por qué muchos de los mejores genios de la historia, aun habiendo gozado del reconocimiento del público en su momento, murieron en la más absoluta de las miserias. Y, por primera vez en mi vida, me planteo seriamente escribir con pseudónimo.